32: Arrinconada una vez más

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Elis aspiró hondo y dijo:

—Si me permite Su Señoría —y se volvió luego a los jurados— señoras y señores, la razón de que tengamos cortes de justicia, la razón que nos convoca aquí hoy, es que toda ley en su sabiduría, sabe que siempre hay dos lados en toda causa. Al escuchar el ataque del Fiscal contra mi cliente, al escuchar su veredicto sin aguardar el del jurado, el veredicto de ustedes, se diría que no es así.

Miró los rostros en procura de una señal de simpatía o de respaldo. No había ninguna. Se forzó en proseguir.

—El fiscal D' Alessandro una y otra vez usó la frase: Darwin Opez es culpable, lo cual es una mentira. El juez Mondragon les dirá que ningún acusado es culpable hasta que un juez o un jurado lo declaran culpable. Para ello estamos todos aquí, ¿no es verdad? —Una vez más Elis trató de descubrir una respuesta y se encontró con un paredón de caras hostiles. —Darwin Opez ha sido culpado de matar a otro recluido en Yare. Pero Darwin Opez no mató por dinero ni por droga. Mató para salvar su propia vida. Recuerdan ustedes los inteligentes ejemplos que dio el Fiscal cuando explicó las diferencias entre matar a sangre fría y bajo un estado emocional. Matar en estado emocional es cuando se está protegiendo a alguien que se ama, o en defensa propia. Darwin Opez mató en defensa propia, y les diré que cualquiera de nosotros en idénticas circunstancias hubiera hecho exactamente lo mismo. »El Fiscal y yo estamos de acuerdo en un punto: todos los hombres tienen derecho a proteger su propia vida. Si Darwin Opez no hubiera actuado tal como lo hizo, estaría muerto. —La voz de Elis vibraba con el acento de la sinceridad. Había olvidado su nerviosismo en la pasión de su convicción—. Pido a cada uno de ustedes que recuerden algo: bajo la ley de nuestro Estado la acusación debe probar más allá de toda duda razonable, que el acto de matar no fue cometido en legítima defensa. Y antes de que termine este juicio vamos a presentar evidencias que demuestran que Aron Bardis fue muerto para evitar que matara a mi cliente. Gracias.

Comenzó el desfile de testigos en favor del Distrito Capital. Jorge D' Alessandro no había dejado pasar ninguna oportunidad. Los personajes que atestiguaban en favor del occiso, Aron Bardis, incluían un sacerdote, guardia de cárceles y convictos. Uno por uno fueron presentándose a declarar y bajo juramento, afirmaron los méritos y disposición pacífica del muerto.

Cada vez que el Fiscal concluía con un testigo se volvía hacia Elis y le decía: —Puede interrogar al testigo… Y cada vez, Elis respondía: — No hay preguntas.

Ella sabía que sería inútil tratar de desacreditar a testigos. Una vez concluido el desfile, se hubiera podido pensar que Aron Bardis había sido erróneamente privado de la canonización. Los guardias, que habían sido cuidadosamente aleccionados por Jorge D' Alessandro, atestiguaron que
Bardis había sido un prisionero modelo que durante su permanencia en Yare había realizado buenas obras, destinadas únicamente a ayudar a sus prójimos. El hecho de que Aron Bardis fuese un reconocido asaltante de Bancos y violador era una mera falla en una personalidad por otra parte intachable.

Lo que atentaba contra la ya débil defensa de Elis era la descripción física de Aron Bardis. Era un hombre de físico menudo, de un metro sesenta y ocho de altura. Jorge D' Alessandro insistía en eso, no permitiendo que los miembros del jurado lo olvidaran.

Trazó un cuadro gráfico de cómo Darwin Opez obstinadamente atacó al hombre más pequeño golpeándole la cabeza contra la pared del patio de ejercicios, provocándole inmediatamente la muerte. Mientras D' Alessandro hablaba, los ojos de los jurados estaban fijos en la enorme figura del acusado que, sentado ante la mesa, empequeñecía las figuras de cuantos se hallaban cerca de él.

El Fiscal estaba diciendo:

—Nunca podremos saber probablemente qué impulsó a Darwin Opez a atacar a este inofensivo e indefenso hombre pequeño…

Y de pronto el corazón de Elis palpitó con mayor intensidad. Una palabra dicha por D' Alessandro podía quizá darle una oportunidad. Era una leve esperanza, pero ahí estaba.

—… nunca podremos saber qué razón impulsó al empecinado ataque, pero hay algo que sí sabemos, señoras y señores… no fue porque el hombre asesinado fuera una amenaza para Opez. Se volvió hacia el juez Mondragon. — Su Señoría, ¿quisiera pedir al acusado que se ponga de pie?

El juez Mondragon miró a Elis.

—¿El abogado defensor tiene alguna objeción?

Elis se daba cuenta de lo que seguiría, pero sabía que cualquier objeción de su parte sería contraproducente. —No, Su Señoría.

—¿Quiere ponerse de pie el defendido, por favor? —dijo el juez Mondragon.

Darwin Opez permaneció sentado un momento, con expresión desafiante, luego se levantó despacio hasta enderezarse a su altura máxima de un metro ochenta y ocho.

—Aquí en la sala hay un empleado, el señor Gallardo, que mide un metro sesenta y ocho, altura exacta del hombre asesinado… Aron Bardis. Señor Gallardo, ¿tendría la amabilidad de pararse junto al defendido?

El hombre fue hasta Darwin Opez y se quedó de pie junto a él. El contraste entre los dos hombres era ridículo. Elis sabía que había sido arrinconada una vez más, pero nada podía hacer en su favor. La imagen visual no podía ser borrada. El Fiscal permaneció ahí, mirando un momento a los dos hombres, y luego dijo al jurado, con su voz casi en un murmullo:

—¿Defensa propia?

El juicio iba más mal de lo que Elis había anticipado en la peor de sus pesadillas. Literalmente podía sentir la ansiedad del jurado por cerrar el caso para poder emitir su veredicto de culpabilidad a Darwin Opez.
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La venganza viste de mujerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora