73: Delantal de carnicero

20 3 1
                                    

Todas las llamadas de Alivier eran rechazadas y no contestadas. Sus cartas eran enviadas de vuelta sin abrir. En la última carta que Elis recibió, escribió la palabra «fallecida» en el sobre y la envió de vuelta.

Es verdad, pensó Elis estoy muerta.

No había creído que pudiera existir tanta pena. Tenía que estar sola y sin embargo no estaba sola. Había otro ser humano dentro de ella, una parte de ella y una parte de Alivier. Y ella iba a destruirlo. Se forzó a sí misma para pensar en dónde se iba a hacer el aborto. Ella sabía que en Venezuela no era legal esa practica, lo que quería decir algún médico de mala muerte en un sucio y mezquino cuarto del fondo, pero era eso o tener al bebé... Y no quería tenerlo.

Quería ir a un hospital y que la operación fuera realizada por un buen cirujano. En algún lugar fuera de la ciudad de Caracas.... Pero no iba a ser así. La fotografía de Elis había sido vista demasiadas veces en los periódicos y frecuentemente por televisión. Necesitaba del anonimato, algún lugar en donde nadie le hiciera preguntas. Nunca, nunca debería haber posibilidad de ligarla a ella con Alivier. El Gobernador del Distrito Capital Alivier Reinosa.

El bebé debía morir en el anonimato.

Elis se puso a pensar a quién se hubiera parecido el bebé y empezó a llorar con tanta fuerza que le costaba respirar. Estaba empezando a llover. Elis miró hacia el cielo y se preguntó si Dios no estaría llorando por ella.

Doumasr Constantine era la única persona en la que Elis podía confiar en que la ayudaría.

—Necesito hacerme un aborto —le dijo Elis sin ningún preámbulo—.¿Conoces un buen lugar?

Doumasr trató de ocultar su sorpresa, pero Elis pudo ver la variedad de emociones que cruzaban por su cara.

—Alguno fuera de la ciudad, Doumasr. Algún lugar donde no me conozcan.

—¿Qué te parece en las islas Fiji?—había furia en su voz.

—Estoy hablando en serio.

—Lo siento. Me pescaste desprevenido. —La noticia lo había tomado totalmente desprevenido.

Adoraba a Elis. La amaba y había momentos en que pensaba que ella sentía lo mismo, pero no estaba seguro y eso era una tortura. No podría hacerle a Elis lo que le había hecho a su esposa.

Dios, pensó Doumasr, ¿por qué diablos no te resuelves conmigo?

Se pasó las manos por el cabello y dijo:

—Sabes que eso no es legal en el país, aun así, si no lo quieres hacer en Caracas te sugeriría otro estado, conozco un doctor en Anzoategui. No es demasiado lejos.

—¿Puedes hacer los arreglos por mí?

—Sí, claro. Este, yo…

—¿Sí?

Doumasr miró para otro lado.

—Nada.

Los tres días siguientes Doumasr Constantine desapareció. Cuando volvió a la oficina de Elis al tercer día estaba sin afeitar y con los ojos hundidos y con círculos rojos.

Elis lo miró y le preguntó:

—¿Estás bien?

—No.

—¿Te puedo ayudar en algo?

—No. —Ayudate a ti misma, antes de pensar en ayudar a los demás.

Alcanzó a Elis una hoja de papel de mala gana. En ella decía doctor Lorenzo. Memorial Hospital, Santa Ana, Estado Anzoategui.

—Gracias, Doumasr.

—¿Cuándo vas a hacerlo?

No contestó el gracias y Elis lo notó.

—Estaré allí este fin de semana.

—¿No querrías que te acompañara?—preguntó Doumasr.

—No, gracias. Estaré bien.

—¿Y en el viaje de vuelta?

—Estaré bien.

La miró un momento, dudando.

—No es asunto mío pero ¿estás segura de que quieres hacerlo?, Por favor no lo hagas.

—Estoy segura.

No tenía elección. Nada deseaba tanto en el mundo como conservar el hijo de Alivier, pero sabía que era una locura tratar de tener un bebé ella sola. Miró a Doumasr y volvió a decir.

—Estoy segura.

El hospital era un agradable edificio de piedra de dos plantas en los suburbios de Santa Ana. La mujer que estaba en el escritorio de la recepción era canosa y de más de sesenta años.

—¿En qué puedo servirla?

—Gracias —dijo Elis—. Soy la señora Irazabal. Tengo una cita con el doctor Lorenzo.

La recepcionista movió la cabeza comprensiva.

—El doctor la está esperando, señora Irazabal. Voy a llamar a alguien para que la acompañe.

Una joven y eficiente enfermera acompañó a Elis hasta el consultorio pasando el hall y le dijo:

—Voy a avisarle al doctor Lorenzo que usted está aquí. ¿Quiere desvestirse? Hay una bata del hospital colgando del perchero.

Con lentitud y poseída de un sentido de irrealidad, Elis se desvistió y se colocó la bata blanca del hospital. Se sintió como si se estuviera poniendo un delantal de carnicero. Era porque estaba por matar la vida que tenía dentro de sí.

En su imaginación, el delantal se manchaba de sangre, de la sangre de su bebé. Elis se dio cuenta de que estaba temblando.
.
.
.
.
.
Gracias por votar ;)

La venganza viste de mujerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora