23: Mucha publicidad

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Una tarde que Elis estaba sola, el padre Raimundo llegó a la oficina. —Doumasr salió, padre Raimundo. Hoy ya no vuelve.

—En realidad es a usted a la que quería ver, Elis —dijo el padre Raimundo. Se sentó en la incómoda silla vieja de madera frente al escritorio de Elis—. Tengo un amigo con un pequeño problema. Ésa era la manera con que siempre empezaba la conversación con Doumasr.

—¿De qué se trata, Padre?

—Bueno, ella es una anciana feligresa. Y la pobre está con un problema con los pagos de su Seguro Social. Se mudó hace unos pocos meses a mi barrio y alguna estúpida computadora perdió todos sus antecedentes; ¡ojalá se oxide en el infierno!

—Comprendo.

—Sabía que lo haría —contestó el padre Raimundo, poniéndose de pie—. Pero lo que lamento es que usted no va a poder cobrar nada por este asunto.

—No se preocupe por eso. Voy a tratar de arreglar las cosas.

Elis creyó que sería algo muy simple, pero tardó tres días en conseguir que volvieran a programar la computadora.

Un mes más tarde, por la mañana, el padre Raimundo entró a la oficina de Elis y dijo:

—No me gusta molestarla, mi querida, pero es que tengo un amigo con un pequeño problema. Lo que siento es que no… —vaciló.

—…tiene dinero —adivinó Elis.

—¡Eso es! Exactamente. Pero el pobre muchacho necesita ayuda.

—Muy bien. Cuénteme qué le pasa, Padre.

—Se llama Darwin. Darwin Opez. Es hijo de uno de mis feligreses. Darwin está cumpliendo una condena por treinta años en Yare II, por haber matado al dueño de un negocio de bebidas alcohólicas durante un asalto.

—Si lo condenaron y está cumpliendo la sentencia, no veo en qué puedo ayudarlo, Padre.

El padre Raimundo miró a Elis y suspiró.

—Ése no es el problema.

—¿No?

—No. Hace unas pocas semanas, Darwin mató a otro hombre… otro prisionero llamado Aron Bardis. Lo van a juzgar por asesinato en primer grado.

Elis había leído algo acerca del caso.

—Si mal no recuerdo golpeó al hombre hasta matarlo.

—Eso es lo que dicen.

Elis tomó un lápiz y un anotador.

—¿No sabe si tiene testigos?

—Me temo que sí.

—¿Cuántos?

—Oh, solamente unos quinientos. Pasó en el patio de la prisión.

—Estupendo. ¿Qué espera que yo haga?

—Ayudar a Darwin —dijo sencillamente el padre Raimundo.

Elis dejó el lápiz.

—Padre, va a ser necesario que llame a su jefe para que lo ayude. —Se echó hacia atrás en la silla. —Se va a chocar con dos cosas en su contra. Es
es un asesino condenado y mató a otro hombre frente a quinientos testigos. No hay fundamentos para hacer la defensa. Si otro prisionero lo estaba amenazando, estaban los guardias a los que podía haber pedido ayuda. En cambio hizo justicia por sí mismo. No hay un jurado en el mundo que no lo condene.

—Pero a pesar de eso es un ser humano. ¿No querría ir y hablar con él?

Elis suspiró.

—Si usted quiere hablaré con él, pero no puedo encargarme del caso.

El padre Raimundo meneó la cabeza.

—Me doy cuenta. Seguramente esto tendrá mucha publicidad.

Los dos pensaron lo mismo.
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La venganza viste de mujerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora