6: Pesadilla

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—Yo… uno de sus hombres… me dio…

Elis se dirigió al fiscal D' Alessandro

—¿Cuál de mis hombres?

—Yo… yo no sé.

—Pero sabe que era uno de mis hombres —su voz estaba cargada de incredulidad.

—Yo lo vi hablando con usted y después vino hacia mí y me dio un sobre y me dijo que usted quería que se lo alcanzara al señor Salvatierra. El… incluso conocía mi nombre.

—¡Estoy seguro de que lo conocía! ¿Cuánto le pagaron?

"Esto es una pesadilla" pensó Elis. "En cualquier momento me despertaré y serán las seis de la mañana, me voy a vestir e iré a prestar juramento para ser asistente del Fiscal"

—¡¿Cuánto?! —La cólera de D' Alessandro era tan violenta que la hizo retroceder.

—¿Me está usted acusando de…?

—¿Acusándola? — Jorge D' Alessandro cerró los puños. —Señorita la voy a tratar con todo el rigor de la ley. Cuando salga de la prisión será demasiado vieja para poder gastar esa plata.

—¡No hay plata! —dijo Elis desafiándolo.

Manuel Rivas estaba cómodamente sentado escuchando tranquilamente la conversación. En ese momento intervino para decir:

—Discúlpeme, Su Señoría, pero creo que esto no nos conduce a nada.

—Estoy de acuerdo —contestó el juez Mondragon. Se dirigió al Fiscal. — ¿Querrá Salvatierra volver a declarar?

—¡Al diablo, no! Está para tirarlo a la basura. Tiene tanto miedo que no está en sus cabales. Lo he perdido.

—Entonces tengo que instruir al jurado para que haga caso omiso de toda su declaración.

Manuel Rivas dijo en su tono contemporizador:

—Si no puedo volver a preguntar al testigo principal de la acusación, Su Señoría, voy a tener que pedir la nulidad.

Todos los que estaban allí sabían lo que eso significaba: Nicolás Castro podría salir caminando libremente de la Corte.

El juez Mondragon miró al Fiscal.

—¿No puede usted amenazar a su testigo de cometer desacato?

—Ya lo he probado. Salvatierra les tiene más miedo a ellos que a nosotros. —Le dirigió una mirada venenosa a Elis. —No cree que podamos
protegerlo.

El juez Mondragon dijo lentamente:

—Entonces me temo que esta corte no tiene otra alternativa que la de aceptar el pedido de la defensa, y declarar la nulidad.

Todos sabían que no habría caso sin Marco Salvatierra.

Jorge D' Alessandro estaba oyendo cómo su caso había sido destruido. Nicolás Castro estaba ahora más allá de su alcance, pero Elis Irazabal no. Le iba a hacer pagar por lo que le había hecho.

El juez Mondragon estaba diciendo:

—Bueno, voy a dar instrucciones para que dejen en libertad al acusado y para que el jurado sea disuelto.

Manuel Rivas dijo:

—Muchas gracias, Su Señoría. — No había señales de triunfo en su cara.

—Si ya no queda otra cosa… — Empezó a decir el juez Mondragon.

—¡Hay algo más! —Jorge D' Alessandro, se volvió hacia Elis Irazabal. — Quiero ponerla bajo arresto por los cargos de obstrucción a la justicia, por alterar un testigo en un caso importante, por conspiración… —farfullaba lleno de cólera.

En medio de su furia, Elis pudo decir:

—Usted no puede probar uno solo de sus cargos porque no son ciertos. Yo… yo puedo ser culpable de haber sido una estúpida, pero ésa es toda mi culpa en este asunto. Nadie me sobornó para hacer nada. Yo creí que estaba entregando el sobre en su nombre.

El juez Mondragon le miró y le dijo:

—Cualquiera haya sido el motivo, las consecuencias han sido extremadamente infortunadas. Voy a solicitar a la División del Tribunal de Apelación para que se encargue de la investigación de este incidente y si las circunstancias lo permiten se procederá en contra de usted para que la excluyan del foro.

Elis se sintió repentinamente mareada.

—Su Señoría, yo…

—Eso es todo, señorita Irazabal.

Elis permaneció un momento, fijando la vista en la hostilidad de sus rostros. No había nada que decir.

La Rata negra sobre el escritorio ya lo había dicho todo.
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La venganza viste de mujerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora