111: Despidase de sus bolas.

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Diez minutos después de medianoche, un camión militar y dos jeeps manejados por marinos armados se detenían frente a la habitación quince del motel. Cuatro policías militares entraron en el cuarto y unos momentos después salieron escoltando muy de cerca a Manuel Rivas hasta la parte trasera del camión. La procesión se alejó del motel con un jeep delante del camión y el otro siguiéndolo en la ruta, a cuarenta kilómetros al sur de Miraflores. La caravana de tres autos iba a gran velocidad y cuarenta minutos más tarde llegaba al Cuerpo de Marina de Venezuela.

El jefe de la base, comandante general Romualdo Alarcón y un destacamento de marines armados estaban esperando en la puerta. Cuando la caravana se detuvo, el general Alarcón dijo al capitán al mando del destacamento:

—El prisionero debe ser llevado directamente a su celda. Nadie debe hablar con él.

El comandante general Romualdo Alarcón contempló cómo la caravana penetraba en el recinto. Hubiera dado un mes de su paga por saber la identidad del hombre que iba en el camión. El comando general consistía en una extensión para la estación aérea del Cuerpo de Marinos y una parte de la academia del CICPC y era el centro principal de entrenamiento para oficiales del Cuerpo de Marina de Venezuela. Nunca les habían pedido antes que alojaran a un prisionero civil. Estaba totalmente fuera de los reglamentos.

Dos horas antes, había recibido un llamado telefónico del propio comandante del Cuerpo de Marina.

—Hay un hombre en camino a su base, Romualdo. Quiero que deje vacía la prisión y lo coloque allí hasta nuevas órdenes.

El general Alarcón creyó que había oído mal.

—¿Señor, usted dijo que deje vacía la prisión?

—Eso es. Quiero que ese hombre esté solo. No se debe permitir a nadie que esté cerca de él. Y quiero que doble la guardia de la prisión. ¿Entendió?

—Sí, mi comandante.

—Una cosa más, Romualdo. Si algo le pasa a ese hombre mientras esté bajo su custodia despídase de sus bolas.

Y el Comandante colgó la comunicación.

El general Alarcón miró hasta que el camión entró en la prisión, después volvió a su oficina y llamó a su asistente el capitán Alonso Gutierrez.

—Acerca del hombre que vamos a poner en la prisión… —dijo el general Alarcón.

—Sí, mi General.

—Nuestro objetivo primordial es que esté a salvo. Quiero que usted elija los guardias. Nadie más estará cerca de él. Ni visitas, ni correo, ni paquetes. ¿Entendió?

—Sí, señor.

—Quiero que esté usted personalmente en la cocina cuando le preparen la comida.

—Sí, mi General.

—Si alguno muestra una indebida curiosidad sobre él, quiero que me lo comunique inmediatamente. ¿Alguna pregunta?

—No, señor.

—Muy bien Alonso. Póngase a la cabeza de esto. Si algo sale mal, despídase de sus bolas.
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La venganza viste de mujerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora