36: Veredicto

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—¿Su nombre?

—Darwin Opez.

—¿Quiere hablar en voz más alta, por favor?

—Darwin Opez.

—¿Señor Opez, usted mató a Aron Bardis?

—Sí, señora.

—¿Querría decirle al jurado por qué lo hizo?

—Él iba a matarme a mí.

—Aron Bardis era un hombre mucho más pequeño que usted. ¿Realmente creía que era capaz de matarlo?

—Se me vino encima con un cuchillo y eso lo hacía enorme.

Elis había separado dos objetos de la caja de golosinas. Uno era un afilado cuchillo de carnicero, el otro era un gran par de pinzas de metal. Levantó el cuchillo.

—¿Es este el cuchillo con el que Aron Bardis lo amenazó?

—¡Me opongo! El acusado no puede saberlo…

—Replantearé la pregunta. ¿Este cuchillo es similar al que Aron Bardis usó para amenazarlo?

—Sí, señora.

—¿Y estas pinzas?

—Sí, señora.

—¿Antes había tenido problemas con Bardis?

—Sí, señora.

—¿Y cuando él se acercó a usted con esas armas, se vio forzado a matarlo para defender su vida?

—Sí, señora.

—Muchas gracias.

Elis se volvió hacia D' Alessandro.

—Su turno.

D' Alessandro se levantó y se acercó lentamente al lugar de los testigos.

—¿Señor Opez, usted ya había matado otra vez, no? Es decir ¿éste no es su primer asesinato, no es cierto?

—Cometí un error y estoy pagando por eso. Yo…

—Ahórrenos el sermón. Simplemente conteste sí o no.

—Sí.

—Por lo tanto la vida humana no tiene mucho valor para usted.

—Eso no es verdad. Yo…

—¿Usted diría que haber cometido dos asesinatos es dar valor a la vida humana? ¿A cuántas personas hubiera matado si no diera valor a la vida humana? ¿Cinco? ¿Diez? ¿Veinte?

Estaba golpeando a Darwin Opez y lo iba a derrumbar. Tenía la mandíbula endurecida y el rostro cubierto de ira. ¡Cuidado!

—Sólo maté a dos personas.

—¡Sólo! ¡Usted sólo mató a dos personas! —El Fiscal meneó la cabeza en un gesto de desaliento. Se detuvo cerca del lugar del acusado y lo miró.

—Me pregunto si el ser tan corpulento le da una sensación de poder. Lo debe hacer sentir un poco como si fuera Dios. Cada vez que se le ocurre puede quitar una vida por aquí, otra por allí…

Darwin Opez estaba de pie erguido en toda su altura.

—¡Usted es un hijo de puta!

¡No! —rezaba Elis—. ¡No lo haga!

—¡Siéntese! —lo fulminó D' Alessandro—. ¿Así fue como se puso cuando mató a Aron Bardis?

—Bardis estaba tratando de matarme a mí.

—¿Con esto? —D' Alessandro levantó el cuchillo de carnicero y el par de pinzas. —Estoy seguro de que podía haberle quitado el cuchillo. —Agitó las pinzas. — ¿Y tenía miedo de esto? —Se volvió hacia el jurado y enseñó las pinzas con desprecio. —No parecen tan horriblemente mortales. Si el muerto hubiera podido herirlo en la cabeza con ellas le hubiera hecho un chichón. ¿Exactamente para qué son estas pinzas?

Darwin Opez contestó suavemente:

—Son para romper los testículos.

El jurado estuvo reunido durante dieciocho horas. Jorge D' Alessandro y sus asistentes dejaron la sala para tomar un descanso, pero Elis se quedó en su lugar, incapaz de moverse. Cuando el jurado había abandonado la sala, Doumasr Constantine se le acercó.

—¿Qué tal si tomamos una taza de café?

—No podría tragar nada.

Elis permaneció en la sala, temerosa de moverse, débilmente consciente de la gente que la rodeaba. Todo había terminado. Había dado lo mejor de sí misma. Cerró los ojos y trató de rezar, pero su temor era demasiado grande. Se sentía como si ella también junto con Darwin Opez fuera a ser condenada al encierro.

El jurado estaba volviendo a la sala, con los rostros serios y llenos de presagios y el corazón de Elis empezó a latir con más fuerza. Por las caras se daba cuenta de que lo iban a condenar. Pensó que se iba a desmayar. Por su culpa un hombre iba a ser condenado. Nunca debió haber aceptado ese caso. ¿Qué derecho tenía ella para tomar la libertad de un hombre en sus manos? Debió de estar loca al pensar que podía ganarle a alguien con la experiencia de Jorge D' Alessandro. Hubiera querido correr hasta los jurados antes de que pudieran dar el veredicto y decir:

¡Esperen! Darwin Opez no ha tenido un juicio justo. Por favor dejen que lo defienda otro abogado. Alguien mejor que yo.

Pero ya era demasiado tarde. Elis echó una mirada a Darwin Opez. Estaba sentado, inmóvil como una estatua. Ahora no se sentía ningún sentimiento de odio proveniente de él, sino en cambio una profunda desesperación. Le hubiera gustado decirle algo para consolarlo, pero no existían las palabras para eso.

El juez Mondragon estaba hablando.

—¿El jurado tiene el veredicto?

—Lo tenemos, Su Señoría.

El Juez hizo una seña, y su secretario se dirigió hacia el presidente del jurado, tomó la hoja de papel que le daba y se la entregó al Juez. Elis sentía que el corazón se le iba a salir del pecho. No podía respirar. Quería detener ese momento, inmovilizarlo antes de que leyeran el veredicto.

El juez Mondragon observó la hoja de papel que tenía en sus manos; después miró lentamente a la sala. Sus ojos se detuvieron en los miembros del jurado, en Jorge D' Alessandro, en Elis y finalmente en Darwin Opez.

—Que el acusado se ponga de pie.

Darwin Opez se puso de pie con movimientos lentos y cansados, como si le hubieran sacado toda la energía.

El juez Mondragon leyó la hoja de papel.

—Este jurado encuentra al acusado Darwin Opez....
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La venganza viste de mujerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora