31: Eran el enemigo

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Encerrarlo no devolverá la vida a Aron Bardis, pero ahorrará las vidas de otros hombres que podrían llegar a ser las próximas víctimas del acusado.

D' Alessandro caminó ante el lugar del jurado mirando a cada uno en los ojos. —Les dije que este caso no les tomaría mucho tiempo. Les aclararé por qué lo dije. El acusado allá sentado asesinó a un hombre a sangre fría. Pero aun cuando no lo hubiera confesado tenemos testigos que lo vieron cometer el crimen. Más de quinientos testigos, en efecto. Examinemos la frase «a sangre fría». El crimen, cualquiera fuese su causa, es tan rechazado por mí como lo es, sabemos bien, por ustedes. Pero, en ocasiones se lo comete por causas que podemos al menos comprender. Digamos que alguien armado de un puñal está amenazando la vida de un ser amado, una criatura, un esposo, una esposa. Bien, de tener un arma se podría apretar el gatillo para salvar la vida del ser amado. Ustedes y yo no alabaríamos ese tipo de homicidio, pero estoy seguro de que podríamos, no obstante, comprenderlo. O tomemos otro ejemplo. Si alguien fuera despertado en medio de la noche por un delincuente que se ha metido en su casa y lo amenaza de muerte y ese alguien tuviera oportunidad de eliminarlo para salvar su vida, lo hace… bueno, creo que podemos comprender cómo se llegó a eso y el hecho no convertiría a la persona en un criminal ni en un indeseable, ¿verdad? Sería algo cometido en el calor del momento. —La voz de D' Alessandro se endureció. —Pero el homicidio cometido a sangre fría es diferente. Quitar deliberadamente la vida de otro ser humano, sin el justificativo de los sentimientos o las pasiones, hacerlo por dinero, o por drogas, o por el placer de cometer un crimen…

Estaba deliberadamente prejuiciando al jurado, sin embargo no sobrepasaba los límites, de modo que ya no se podía cometer el error de argumentar distorsión para objetarlo.

Elis observó las caras de los jurados, y no cabía duda: Jorge D Alessandro los había conquistado. Asentían a cada palabra que él decía. Hacían movimientos de cabeza y sonreían. Sólo les faltaba aplaudirlo. Era un director de orquesta y el jurado constituía los diversos intérpretes. Elis nunca había visto nada semejante. Cada vez que el Fiscal mencionaba el nombre de Darwin Opez —y lo mencionaba a cada momento— el jurado, automáticamente miraba al acusado.

Elis había aleccionado a Opez para que no mirara al jurado. Se lo había inculcado una y otra vez, que podía mirar todo lo que quisiera en el recinto salvo al jurado, pues el aire de desafío que irradiaba era irritante. Para su espanto ahora, Elis advirtió que los ojos de Darwin Opez estaban clavados en el jurado, enfrentando a cada uno. La agresión parecía emanar de él.

Elis le dijo en voz baja.

—Abraham…

Él no se volvió para mirarla. El Fiscal estaba concluyendo su discurso de apertura.

—La Biblia dice: «Ojo por ojo, diente por diente». Eso es una venganza. El estado no clama por venganza. Está pidiendo justicia para el pobre hombre a quien Darwin Opez, a sangre fría, eliminó. Gracias.

El Fiscal volvió a su asiento.

Cuando Elis se levantó de su asiento para dirigirse al jurado, podía sentir su hostilidad e impaciencia. Había estudiado, con escepticismo, libros sobre cómo los abogados podían leer en las mentes de los jurados. Pero ahora comprendía. El mensaje del jurado le llegaba claro y distinto. Ya habían decidido que su cliente era culpable, y estaban impacientes porque Elis les estaba haciendo perder el tiempo demorándolos en la Corte de Justicia cuando ellos ya podrían haberse liberado y estar haciendo otras cosas, tal como su amigo, el Fiscal, había señalado. Elis y Darwin Opez eran el enemigo…
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La venganza viste de mujerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora