77: Luis Andrés y Miguel Alejandro

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Elis se había cerrado al mundo en todas las formas posibles. Había dejado de leer los periódicos y no miraba televisión ni escuchaba radio. Su universo era el de esas paredes. Ése era su nido, su refugio, el lugar a donde ella iba a traer a sus dos hijos al mundo.

Leía todos los libros que podía conseguir acerca del cuidado de los niños y una vez terminados, los releía. Cuando Elis terminó de decorar la nursery, la llenó de juguetes. Fue a una casa de deportes y miró las pelotas y los palos de béisbol y los guantes. Y se rió de sí misma. Esto es ridículo. Si todavía no han nacido. Y compró el palo de béisbol y el guante. La pelota de fútbol la tentaba pero pensó: esto puede esperar.

Era mayo, luego llegó junio. Los obreros habían terminado y la casa se volvió toda quietud y serenidad. Dos veces a la semana, Elis conducía el auto hasta la ciudad mas cercana y hacía las compras en el supermercado, y cada dos semanas visitaba al doctor Harold, su ginecólogo.

Elis bebía obedientemente más leche de la que le gustaba, tomaba vitaminas y comía todas las comidas apropiadas y saludables. Estaba engordando y le resultaba cada vez más difícil moverse con agilidad. Siempre había sido activa y había pensado que iba a detestar sentirse pesada y torpe, pero de todos modos no le importaba. No había motivos para apurarse. Los días se volvieron largos y pacíficamente ensoñadores. Era como si algún reloj diurno hubiera aquietado el tiempo en su interior. Era como si,estuviera reservando sus energías, volcándolas todas en esos dos cuerpos que vivía en su interior.

Una mañana el doctor Harold la examinó y le dijo: -Otras dos semanas más, señora Irazabal.

Ahora estaba tan cercano. Elis había pensado que podría tener miedo. Había escuchado todo lo que las viejas mujeres decían sobre el dolor del parto, los accidentes, los bebés con malformaciones, pero no tenía miedo, sólo un anhelo por ver a su bebé, una impaciencia porque naciera para poder tenerlo entre sus brazos.

Ahora Doumasr Constantine iba a verla mas seguido, llevándole montones de libros de cuentos para chicos y una docena de libros para el entretenimiento de ella.-A ellos les encantarán -decía Doumasr.

Y Elis sonreía porque Doumasr había dicho «ellos» en lugar de «ellas». Un presagio. Vagabundeaban por el parque, y hacían picnic al borde del agua y tomaban sol. Elis estaba consciente de su aspecto. Pensaba ¿Por qué quiere perder su tiempo Doumasr con la horrible mujer gorda del circo?

Y Doumasr miraba a Elis y pensaba: Es la mujer más hermosa que he visto en mi vida.

Los primeros dolores empezaron a las tres de la madrugada. Eran tan fuertes que Elis casi se quedó sin poder respirar. Unos momentos más tarde se repitieron y Elis pensó radiante ¡Está sucediendo!

Empezó a contar el tiempo entre las contracciones y cuando fueron cada diez minutos tomó el teléfono y llamó al médico, luego despertó a Doumasr en su cuarto.

Doumasr condujo hasta el hospital, conduciendo lo mas rápido que podía pero teniendo cuidado de no tener un accidente. Un practicante la estaba esperando en la puerta del hospital cuando llegó y unos pocos minutos más tarde la revisaba el doctor Harold. Cuando terminó, afirmó en forma tranquilizadora:

-Bueno, ésta va a ser una entrega muy fácil, señora Irazabal. Simplemente relájese y deje que la naturaleza siga su curso.

No fue fácil, pero tampoco insoportable. Elis pudo soportar el dolor porque detrás de eso iba a suceder algo maravilloso y Doumasr Constantine estaba en la sala de partos con ella, tomando su mano, apoyándola. El parto duró casi ocho horas, y al final de ese tiempo, cuando su cuerpo estaba agotado y contraído con espasmos y Elis pensaba que no iban a terminar nunca más, sintió un rápido alivio, un repentino vacío y súbitamente una bendita paz.

Oyó el primer chillido que rápidamente era acompañado de un segundo llanto y vio a Doumasr, tomar a uno de ellos y al doctor Harold tomar al otro.... Doumasr Constantine se acercó a ella diciendo:

—Son hermosos Elis.

Al verlos, la sonrisa de Elis iluminó la habitación.

Sus nombres fueron Luis Andrés Irazabal y Miguel Alejandro Irazabal, el primero pesaba tres kilos ochocientos y el segundo, tres kilos seiscientos, eran unos bebés perfectamente bien formados.

Elis sabía que se suponía que los bebés debían ser horribles de recién nacidos, arrugados y colorados, parecidos a los monitos. Pero no Luis y Miguel. Eran preciosos. Las enfermeras del hospital no dejaban de decirle lo lindo que eran los dos y Elis no podía oírlo demasiado. El parecido con Alivier era impresionante.

Cuando Elis los miraba, sentía que estaba mirando a Alivier. Era un sentimiento extraño, una intensa mezcla de dolor y alegría. ¡Cómo le hubiera gustado a Alivier ver a sus preciosos hijos!

Cuando Luis y Miguel tenían dos días de vida, Miguel le sonrió a Elis y ella llamó excitadísima a la enfermera.

-¡Mire! ¡Miguel está sonriendo!

-Son gases, señora Irazabal.

-Con los otros bebés puede ser - dijo Elis obstinada-. Mi bebé está sonriendo.

Elis se había preguntado cómo se sentiría ella con sus bebés, preocupándose en si sería una buena madre. Los bebés podían ser cansadores. Ensuciaban sus pañales, pedían constantemente que se los alimentase, lloraban y dormían. No era posible comunicarse con ellos.

No voy a sentir realmente nada por ellos hasta que no tengan cuatro o cinco años, había pensado Elis. Qué equivocada, qué equivocada. Desde el momento que Luis y Miguel nacieron, Elis amó a sus hijos con un sentimiento que nunca había sabido que existía en ella. Era un amor lleno de protección. Ambos eran tan pequeños y el mundo tan grande.
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La venganza viste de mujerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora