110: La navidad viene mas temprano

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Se oyó un golpe en la puerta de la oficina del Gobernador de Caracas y entró Jeiser Mijarez, el asistente en jefe de Alivier, trayendo un cassette.

—¿Puedo hablarte un minuto, Alivier?

—¿No puedes esperar, Jeiser? Estoy en medio de…

—No creo que se pueda esperar. —Había excitación en la voz de Jeiser Mijarez.

—Muy bien. ¿Qué es tan urgente?

Jeiser Mijarez se acercó más al escritorio.

—Tengo una llamada telefónica. Puede ser de algún loco, pero si no lo es, entonces este año la Navidad viene más temprano. Escucha esto.

Colocó el cassette en el grabador de Alivier, apretó el botón y empezó a andar.

¿Cuál dijo que era su nombre?

Eso no importa. No quiero hablar con nadie que no sea el Gobernador Reinosa.

El Gobernador está ocupado ahora. Por qué no le envía una nota y veremos…

¡No! Escúcheme a mí. Esto es muy importante. Dígale al Gobernador Reinosa que yo le puedo entregar a Nicolás Castro. Al hacer este llamado estoy poniendo mi vida en sus manos. Simplemente déle ese mensaje al Gobernador.

Muy bien. ¿Dónde está usted?

Estoy en el motel Castillo Blanco en la calle 44. Habitación 15. Dígale que no venga hasta que oscurezca y que se asegure de que nadie lo siga. Sé que están grabando esto. Si esto lo oye alguien que no sea él, soy un hombre muerto.

Se oyó un click y la grabación terminó.

—¿Qué piensas de esto? —preguntó Jeiser Mijarez.

Alivier arrugó la frente.

—La ciudad está llena de chiflados. Por otro lado, nuestro hombre sabe qué clase de carnada usar, ¿no? ¡Nicolás… por Dios… Castro!

A las diez de la noche, Alivier Reinosa, acompañado de cuatro hombres del servicio secreto, golpeaba cautelosamente la puerta de la habitación quince en el motel Castillo Blanco.

La puerta se abrió con un crujido.

En el momento que Alivier vio la cara del hombre que estaba adentro se volvió a los agentes que lo acompañaban y dijo:

—Esperen afuera. No dejen acercarse a nadie.

La puerta se abrió más y Alivier entró en la habitación.

—Buenas noches, Gobernador Reinosa.

—Buenas noches, señor Rivas.

Los dos hombres se miraron el uno al otro.

Manuel Rivas  estaba más viejo que la última vez que Alivier lo había visto, pero había otra diferencia, casi indescriptible. Y de golpe Alivier se dio cuenta de qué era: miedo. Manuel Rivas estaba aterrorizado. Siempre había sido un hombre seguro de sí mismo, arrogante y ahora esa seguridad había desaparecido.

—Gracias por venir, Gobernador —la voz de Rivas sonaba fatigada y nerviosa.

—Entiendo que usted quiere hablar conmigo sobre Nicolás Castro.

—Puedo arrojárselo a sus pies.

—Usted es el abogado de Castro. ¿Por qué quiere hacer eso?

—Tengo mis razones.

—Supongamos que yo lo escuche. ¿Qué espera usted en cambio?

—Primero, completa inmunidad. Segundo, quiero salir del país. Necesito pasaporte, papeles…, una nueva identidad.

Entonces Nicolás Castro había terminado el contrato con Rivas. Era la única explicación para lo que sucedía. Alivier apenas podía creer en su buena suerte. De las posibles traiciones ésta era la mejor que podía recibir.

—Si consigo inmunidad para usted —dijo Alivier— y todavía no le estoy prometiendo nada… usted se da cuenta de que voy a querer que se presente en la Corte y testifique todo. Voy a querer todo lo que usted tenga.

—Lo tendrá.

—¿Sabe Castro dónde está usted ahora?

—Cree que estoy muerto —Manuel Rivas sonrió nervioso—. Si me encuentra voy a estarlo.

—No va a encontrarlo. No lo hará si hacemos un trato.

—Estoy poniendo mi vida en sus manos, Gobernador.

—Francamente —le informó Alivier— no doy ni un solo bolívar por su vida. Quiero a Castro. Vamos a ver si nos ponemos de acuerdo. Si llegamos a un arreglo, usted tendrá toda la protección que el gobierno pueda dar. Si yo estoy conforme con su testimonio, se le dará la cantidad de dinero necesaria para que pueda vivir en el país que usted elija con otra identidad. A cambio de eso usted deberá estar de acuerdo con los siguientes puntos: deberá prestar declaración ante el Gran Jurado y cuando llevemos a Castro a juicio usted deberá ser testigo por el gobierno. ¿Está de acuerdo?

Manuel Rivas miró a lo lejos. Finalmente dijo:

—Lei Figuera debe estar revolviéndose en su tumba. ¿Qué pasa con la gente? ¿Qué pasa con el honor?

Alivier no contestó. Éste era el hombre que había trampeado a la ley cientos de veces, que había ayudado a salir en libertad a asesinos pagos, que había ayudado a los dirigentes de la peor organización criminal que el mundo civilizado conocía. Y ahora estaba preguntándose ¿Qué pasaba con el honor?.

Manuel Rivas se volvió hacia Alivier.

—Vamos a hacer el trato. Lo quiero por escrito y firmado por el Procurador General.

—Lo tendrá —Alivier miró la habitación del motel—. Vámonos de este lugar.

—No quiero ir a un hotel. Castro tiene orejas por todos lados.

—No adonde vamos a ir.
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La venganza viste de mujerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora