44: Sin dormir

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En el camino a su oficina, Elis pensó en el padre Raimundo y resolvió no caer nunca más en sus trampas. No había nada que se pudiera hacer por esa pobre chica lisiada y ofrecerle cualquier clase de esperanza era algo indecente. Pero ella cumpliría su promesa. Hablaría con Leandro Mora.

Cuando llegó a la oficina, la esperaba una larga lista de llamados. Miró todos, despacio, buscando algún mensaje de Alivier Reinosa. No había
ninguno. Permaneció un rato pensativa. Luego suspiró y empezó a trabajar. Pero no podía dejar de pensar en él.

Leandro era un hombre bajo, de abundante cabello entre liso y crespo, con una naricita como un botón y ojos negros brillantes. Tenía unas miserables oficinas donde todo era muy pobre. El escritorio de la recepcionista estaba vacío.

—Se fue a almorzar —fue la explicación de Mora.

Elis se preguntó si tendría secretaria. La hizo pasar a su oficina, que no era más grande que la recepción.

—Usted me dijo por teléfono que quería hablarme sobre Samanta Valverde.

—Así es.

Se encogió de hombros.

—No hay mucho que hablar. Hicimos juicio y perdimos. Créame, hice un trabajo excelente para ella.

—¿Usted se encargó de la apelación?

—Aja. La perdimos también. Me temo que usted está dándole vueltas a una rueda —la miró por un momento—. ¿Para qué quiere perder su tiempo en un caso así? Usted está de moda. Puede trabajar en buenos casos y ganar mucho dinero.

—Estoy haciéndole un favor a un amigo. ¿Le importaría si miro los expedientes?

—Como usted quiera —Mora se encogió de hombros—. Son propiedad pública.

Elis pasó toda la tarde leyendo las transcripciones del caso de Samanta Valverde. Para su sorpresa, Leandro Mora le había dicho la verdad: había hecho un buen trabajo. Había citado a la ciudad y a la Corporación Toyota Motors como acusados, y había pedido un juicio. El jurado había exonerado de culpa a ambos acusados.

El Departamento de Higiene había hecho su mejor trabajo contra la tormenta y las fuertes lluvias que había azotado a la ciudad ese mes de diciembre, usando todos sus equipos. El argumento de la ciudad fue que la tormenta era obra de Dios, y si había habido alguna negligencia era de parte de Samanta Valverde.

Elis se fijó en los cargos contra la compañía de camiones. Testigos oculares habían testimoniado que el conductor trató de detener el camión para evitar atropellar a la víctima, pero el camión había patinado. El veredicto en favor de los acusados fue sostenido por la Cámara de Apelaciones y el caso se cerró.

Elis terminó de leer las transcripciones del caso a las tres de la madrugada. Apagó la luz sin poder dormirse. En los papeles la justicia se había cumplido. Pero la imagen de Samanta Valverde volvía a su memoria. Una joven de veinticinco años sin brazos ni piernas. Elis veía el camión atropellando a la joven, la horrible agonía que debía de haber sufrido, la serie de terribles operaciones en cada una de las cuales cortaban una parte de su cuerpo. Elis prendió la luz y saltó de la cama. Marcó el número de teléfono de la casa de Leandro Mora.

—En las transcripciones no dice nada sobre el informe de los médicos — dijo Elis—. ¿Consideró usted la posibilidad de algún error en las intervenciones?

Una voz adormilada le contestó:

—¿Quién mierda llama?

—Elis Irazabal. ¿Podría usted…?

—¡Por el amor de Dios! ¡Son… son las cuatro de la madrugada! ¿No tiene reloj?

—Esto es importante. No figura el nombre del hospital. ¿Qué me dice de las operaciones que le hicieron a Samanta Valverde? ¿Averiguó sobre eso?

Hubo una pausa durante la cual Leandro Mora trató de concentrar sus pensamientos.

—Hablé con el jefe de neurología y de ortopedia del hospital que se encargaron de ella. Las operaciones fueron necesarias para salvar la vida. Las realizó el mejor cirujano y se hicieron correctamente. Es por eso que no se nombra al hospital.

Elis sintió un agudo estado de frustración.

—Ya veo.

—Mire, ya se lo dije antes, usted está perdiendo su tiempo. ¿Ahora por qué no tratamos de dormir los dos?

Y Elis oyó cómo colgaba el receptor. Ella volvió a apagar la luz y a acostarse. Pero dormir le seguía resultando imposible. Después de un rato, Elis dejó de luchar, y se levantó para tomar una taza de café. Se sentó en el sofá para tomar el café mirando como el sol aparecía en el cielo de Caracas, como el rosado gradualmente se iba convirtiendo en un rojo brillante y explosivo.

Elis estaba turbada. Se suponía que para cada injusticia la ley tenía que tener un remedio. ¿Se había hecho justicia en el caso de Samanta Valverde? Echó una mirada al reloj de la pared. Eran las seis y media. Elis tomó el teléfono y llamó a Leandro Mora.

—¿Controló usted los antecedentes del conductor del camión? —preguntó Elis.

Una voz adormilada le contestó.

—¡Dios mío! ¿Es usted una loca? ¿Cuándo duerme?

—El conductor del camión. ¿Controló usted sus antecedentes?

—Señorita usted está empezando a faltarme al respeto.

—Lo siento —insistió Elis—pero necesito saberlo.

—La respuesta es sí. Tenía una foja de servicios perfecta. Éste era su primer accidente.

Entonces esa puerta estaba cerrada.

—Me doy cuenta —Elis estaba pensando.

—Señorita Irazabal —dijo Leandro Mora— hágame un favor ¿quiere? Si tiene otras preguntas que hacerme, llámeme dentro del horario de oficina.

—Lo siento —contestó Elis distraída—. Vuelva a dormir.

—¡Se lo agradezco mucho!

Elis colgó el receptor. Era tiempo de vestirse y salir a trabajar.... Aunque no sabía con que ánimos, pues toda la noche estuvo sin dormir.
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La venganza viste de mujerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora