25: La caja de golosinas

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—¿Hay algo que necesite, señor Opez?

Sonrió con su boca desdentada.

—Tu bello culito, nena. ¿Me entiendes?

Elis no le hizo caso.

—¿Quiere contarme qué es lo que pasó?

—Ah, si usted quiere la historia de mi vida tendrá que pagar por tenerla. Voy a venderla para que hagan una película, a lo mejor yo mismo soy el actor…

La furia del hombre era atemorizante. Todo lo que Elis quería era irse de allí. El ayudante del Alcalde tenía razón. Estaba perdiendo el tiempo.

—Me temo que no puedo hacer nada,por ayudarlo, señor Opez. Pero le había prometido al padre Raimundo que por lo menos vendría a hablar con usted.

Darwin Opez le volvió a dirigir una mueca de su boca sin dientes.

—Qué fantásticos la gente libre, ¿cierto, linda? ¿Seguro que no cambia de idea en lo del culito que le pedí?

Elis se puso de pie.

—¿Usted odia a todo el mundo?

—Le voy a decir algo, muñeca, métase en mi piel y yo me meteré en la suya, y después véngame a charlar de odio.

Elis se quedó allí, frente a esa cara horrible, asimilando todo lo que le había dicho y después lentamente volvió a sentarse.

—¿Querría contarme su versión de la historia, Darwin?

La miró a los ojos sin decirle nada. Elis esperó, mirándolo, imaginando como se sentiría con esa piel sucia y cortajeada. Se preguntaba cuántas heridas tendría el hombre en su interior. Los dos permanecieron en un largo silencio. Finalmente, Darwin Opez:

—Yo maté al hijo de puta ese.

—¿Por qué lo mató?

Se encogió de hombros.

—El tipo se me venía encima con ese enorme cuchillo de carnicero y…

—No haga bromas. Los prisioneros no andan con cuchillos de carnicero por la prisión.

El rostro de Opez se volvió hermético y dijo:

—¡Váyase a la mierda, señora!. Yo no la llamé —se puso de pie—. Y no vuelva más a joderme la vida ¿me entiende? Soy un hombre muy ocupado.

Se dio vuelta y se dirigió hacia el guardia. Un momento después los dos se habían marchado. Asunto terminado.

Elis podría decirle al padre Raimundo que había hablado con el hombre. Además de eso, no podía hacer otra cosa. Un guardia la hizo salir. Se detuvo frente al patio que rodeaba la entrada principal, pensando en Darwin Opez y en cómo había reaccionado ella. El hombre le resultaba desagradable y por eso había hecho algo a lo que no tenía derecho: lo había juzgado. Lo había declarado culpable cuando todavía no había tenido un juicio. A lo mejor, realmente alguien lo había atacado, no con un cuchillo por supuesto, pero con una piedra o un ladrillo. Elis se detuvo indecisa. Su instinto le decía que se volviera a Caracas y se olvidara de Darwin Opez.

Se dio vuelta y se dirigió a la oficina del asistente del Alcaide.

—Es un caso difícil —le dijo Domenico García—. Cuando podemos tratamos de rehabilitarlos en vez de castigarlos, pero Darwin Opez va demasiado lejos. Lo único que lo puede calmar es la muerte.

Qué lógica más extraña pensó Elis.

—Me dijo que el hombre que él mató lo había atacado con un cuchillo de carnicero.

—Creo que es posible.

La respuesta la sobresaltó.

—¿Qué quiere decir con eso de que es posible? ¿Me está diciendo que aquí un condenado puede tener un cuchillo? ¿Un cuchillo de carnicero?

Domenico García se encogió de hombros.

—Señorita Irazabal, en este lugar tenemos mil quinientos veintisiete convictos y algunos son hombres de gran habilidad. Venga. Le voy a mostrar algo.

García condujo a Elis por un largo corredor hasta una puerta cerrada. Eligió una llave de un enorme llavero, abrió la puerta y encendió la luz.

Elis lo siguió a una habitación pequeña, vacía pero llena de estantes.

—Aquí es donde guardamos la caja con golosinas de los convictos. —Sacó una gran caja y levantó la tapa.

Elis contempló el contenido de la caja sin poder creer lo que veía.

Levantó la vista para mirar a Domenico García.

—Quiero ver a mi cliente otra vez.
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La venganza viste de mujerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora