35: El arsenal en el suelo

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Elis dio un gran suspiro de agradecimiento.

—Gracias, Su Señoría —levantó la caja envuelta, la sostuvo entre sus manos y volvió la cara hacia el jurado—. Señoras y señores, en esta sumatoria final, el Fiscal les dirá que lo que ustedes van a ver dentro de esta caja no es una prueba directa. Y tendrá razón. Les dirá que nada vincula ninguna de estas armas con el muerto. Y tendrá razón. Introduzco este aporte por otras razones. Desde hace días vengo escuchando cómo el rebelde perturbador, que es mi defendido, que mide un metro ochenta y ocho, arteramente atacó a Aron Bardis, ese ejemplo de virtudes que sólo medía un metro sesenta y ocho centímetros de altura. El cuadro tan cuidadosamente preparado y pintado para ustedes por la fiscalía muestra a un sádico, empedernido asesino que atacó físicamente y mató a otro convicto gratuitamente. Pero pregúntense esto: ¿No existe siempre algún motivo? Codicia, odio, lujuria. ¿Algo? Creo, y pongo en juego la libertad de mi cliente al hacerlo, que existió un motivo para que se produjera ese crimen. »El único motivo válido, como el Fiscal mismo lo ha dicho, el que justifica que se mate a alguien, es en defensa propia. Un hombre que lucha por proteger su propia vida. Ustedes han oído que Domenico García testimonió que según su experiencia se han cometido otros crímenes en la prisión, que los convictos se fabrican armas homicidas. Eso significa que fue posible que Aron Bardis estuviera armado con un arma tal, que en realidad fue él quien atacó al acusado, y el acusado tratando de protegerse a sí mismo, se vio forzado a matar al otro en defensa propia. Si ustedes deciden que Darwin Opez con premeditación, y sin motivación alguna, mató a Aron Bardis, entonces deben pronunciar su veredicto y culparlo tal como pide la acusación. Entonces deben mandar a Darwin Opez a confinamiento por treinta años más. Si, en cambio, después de revisar esta prueba queda en ustedes una duda razonable, entonces es su deber pronunciar el veredicto de no culpable.

La caja ya le estaba pesando entre las manos.

—Cuando vi por vez primera lo que había en esta caja no podía creer lo que veía. A ustedes también les puede resultar difícil de creer. Pero les pido que recuerden que se la ha traído aquí bajo protesta, por el asistente de la prisión de Yare. Esto, señoras y señores, es una colección de armas confiscadas, fabricadas secretamente por los convictos de Yare.

Cuando Elis se desplazaba hacia el jurado tropezó al parecer y perdió el equilibrio. La caja se le cayó de las manos, saltó la tapa y se desparramó lo que había dentro por el piso del Tribunal. Todos contuvieron el aliento.

Los jurados comenzaron a ponerse de pie para poder ver mejor. Estaban contemplando esa horrible colección de armas que habían caído de la caja.

Había mas cien, de todos los tamaños, formas y calidades. Hachas, cuchillas de carnicero, estiletes, tijeras siniestras, con las puntas como de navajas, armas de fuego, y una gran cuchilla siniestra, alambres con mangos en los extremos, utilizados para estrangular, un pico y un machete.

Los espectadores y periodistas estaban ahora todos de pie mirando, pugnando por ver mejor el arsenal que se veía desparramado por el suelo.

El juez Mondragon no hacía más que agitar la campanilla tratando de conseguir orden. Luego miró a Elis con una expresión que ella no pudo descifrar. Un ordenanza se apresuró para levantar todo aquello.

Elis le hizo seña de que se alejara. —Gracias —le dijo—. Yo lo haré.

Mientras el Juez y los espectadores miraban, Elis se arrodilló y comenzó a recoger las armas y a ponerlas de nuevo en la caja. Lo hacía lentamente, manejando astutamente cada cosa, mirándola sin expresión antes de colocarla en su lugar. Los jurados se habían vuelto a sentar, pero seguían cada uno de sus movimientos. A Elis le llevó sus buenos cinco minutos poner todo dentro de la caja, mientras el fiscal D' Alessandro permanecía sentado, enfurecido.

Cuando Elis depositó el último de los objetos del mortífero arsenal dentro de la caja, se levantó, miró hacia García luego se volvió hacia el Fiscal y le dijo:

—Puede interrogar al testigo.

Era demasiado tarde para reparar el daño producido.

—No hay preguntas —respondió el Fiscal.

—Entonces, quisiera llamar a declarar a Darwin Opez.
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La venganza viste de mujerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora