122: Justicia propia

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—Suiza será fácil de arreglar —le estaba diciendo Carrasquel. Nuestro gobierno le comprará una pequeña casa allí y…

—Eso no será necesario —Rivas casi se rió a carcajadas ante el pensamiento de vivir en una pequeña casa—. Todo lo que quiero es que me provean de un nuevo pasaporte y un transporte seguro. Yo me encargaré de lo demás.

—Como usted lo desee, señor Rivas —Darío Torres se puso de pie—. Creo que tenemos todo resuelto — sonrió con seguridad—. Éste va a ser un caso fácil. Voy a ir preparando las cosas. Ahora que su parte del trato ya está hecho, usted estará en un avión rumbo a Europa.

—Gracias. —Manuel Rivas vio irse a su visitante y se sintió invadido de un sentimiento de júbilo. ¡Lo había hecho! Nicolás Castro había cometido un error al subestimarlo y ése iba a ser el error final de Castro. Rivas lo iba a hundir tan profundamente que ya nunca más podría surgir de nuevo. Y su declaración fue filmada.

Eso fue interesante. Se preguntó si lo maquillarían, no lo hicieron, eso le disgustó. Se estudió en el pequeño espejo de la pared. No está mal, pensó Rivas. Tengo buen aspecto. Esas jóvenes europeas se enloquecen con los hombres maduros.

Oyó el ruido de la puerta de la celda que se abría y se volvió. Un sargento de la Marina le traía su almuerzo. Tenía tiempo de sobra para comer antes de que lo sacaran de allí. El primer día, Manuel Rivas se quejó de la comida que le servían y desde ese momento el general Alarcón había convenido en que las comidas de Rivas fueran elegidas. Durante las semanas en que Rivas había estado confinado en el fuerte sus menores sugerencias se convertían en órdenes.

Querían hacer todo lo que le gustara y Rivas se tomaba plena revancha de ello. Tenía muebles confortables, un televisor y recibía todos los días los periódicos y las revistas. El sargento dejó la bandeja con comida en una mesa puesta para dos e hizo el mismo comentario que hacía cada día.

—Parece bastante bueno, señor.

Rivas sonrió amablemente y se sentó a la mesa. Carne medianamente cocida, como a él le gustaba, puré de papas y pudding de parchita con leche condensada. Esperó que el marino tomara una silla y se sentara frente a él. El sargento tomó un tenedor y un cuchillo, cortó un trozo de carne y empezó a comer. Otra de las ideas del general Alarcón. Manuel Rivas tenía su propio probador. Como los reyes en la antigüedad, pensó.

Esperó hasta que el sargento probara la carne, el puré y el pudding.

—¿Cómo está?

—Para ser sincero, señor, yo prefiero mi bisteck bien cocido.

Rivas tomó su tenedor y cuchillo y empezó a comer. El sargento estaba equivocado. La carne estaba perfectamente cocida, las papas estaban cremosas y calientes y el pudding estaba a punto.

Rivas buscó la salsa picante y la extendió sobre la carne. Fue en el segundo bocado que Rivas se dio cuenta de que algo estaba terriblemente mal. Era una súbita sensación quemante en su lengua que parecía golpear todo su cuerpo. Se sintió como incendiado. Su garganta estaba cerrada, paralizada y empezó a jadear buscando aire. El sargento estaba sentado frente a él y lo miraba.

Manuel Rivas se agarró la garganta tratando de decirle lo que estaba pasando, pero no le salían las palabras. El fuego era más intenso ahora, en una indescriptible agonía.

—Hace nueve años atrás —Dijo el sargento con la voz ronca marcada de ira —Una de sus trampas dejó en libertad al violador y asesino de mi hermana... Gracias a usted, él salió libre... Y yo juré que iba a vengarme de él y de usted señor Rivas... Ya me deshice de él, su cuerpo se está pudriendo debajo de un lago desde hace cuatro años... Pero a usted nunca tuve la oportunidad de acercarmele, estaba protegido por su organización... Hasta este momento... Todo lo que estaba esperando era que usted declarara y nos entregara a sus cómplices... Ahora que ya lo hizo, usted no es necesario para nosotros... Por fin hice justicia... Justicia propia... ¡Adiós maldito bastardo!

Y el cuerpo de Manuel Rivas, después de varios minutos de agonía, se sacudió en un espasmo y cayó. El sargento lo miró por un momento, después se acercó al cuerpo y levantó los párpados de Rivas para asegurarse de que estaba muerto. Entonces llamó pidiendo ayuda.
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La venganza viste de mujerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora