67: Ésta es una mujer

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Una tarde en que Elis había dejado la sala del Tribunal notó un enorme y negro Cadillac con chofer. Nicolás Castro salió del auto.

—La estaba esperando.

De cerca, el hombre irradiaba una vitalidad eléctrica que resultaba casi irresistible.

—Salga de mi camino —dijo Elis. Su cara estaba furiosa y enrojecida y estaba más bella aún de lo que Nicolás Castro recordaba.

—Eh —dijo riéndose— espere un poco. Todo lo que quiero es hablar con usted. Todo lo que tiene que hacer es escucharme. Le pagaré por su tiempo.

—Nunca tendrá dinero suficiente.

Elis trató de alejarse. Nicolás Castro le puso una mano en el brazo con gesto conciliatorio. El sólo tocarla aumentó su excitación. Castro usó todo su encanto.

—Sea razonable. No sabrá qué es lo que no quiere aceptar hasta que no sepa de qué se trata. Diez minutos. Es todo lo que necesito. La llevo hasta su oficina. En el camino podemos hablar.

Elis lo estudió por un momento y después dijo:

—Iré con usted con una condición. Quiero la respuesta a una pregunta.

Nicolás hizo un gesto con la cabeza.

—Seguro. Diga no más.

—¿De quién fue la idea de darme a mí la rata muerta?

Contestó sin ninguna vacilación.

—Mía.

Así que ahora ella sabía. Y podría haberlo matado. Severamente Elis se encaminó hacia la limusina y Nicolás Castro siguió al lado de ella. Elis se dio cuenta de que le daba al chofer la dirección de su oficina sin preguntársela.

Cuando el auto arrancó, Nicolás Castro le dijo:

—Estoy muy contento de todas las cosas buenas que le han pasado.

Elis no se molestó en contestarle.

—Lo digo en serio.

—No me ha dicho qué es lo que quiere.

—Quiero hacerla rica.

—Muchas gracias. Soy lo bastante rica. —Su voz estaba llena de desprecio hacia él.

La cara de Nicolás Castro enrojeció.

—Estoy tratando de hacerle un favor y usted sigue peleando conmigo.

Elis se volvió y lo miró.

—No quiero de usted ningún favor.

Castro puso una voz conciliadora.

—Muy bien. A lo mejor estoy tratando de hacer algo por lo que le hice. Mire, puedo mandarle un montón de clientes. Clientes importantes. Mucho dinero. Usted no tiene idea…

Elis lo interrumpió.

—Señor Castro, hagámonos un favor los dos. No diga una palabra más.

—Pero yo puedo…

—No quiero representar a ninguno de sus amigos.

—¿Por qué no?

—Porque si represento a uno de ustedes, después les perteneceré.

—Usted está equivocada —protestó Castro—. Mis amigos están en negocios legales. Quiero decir, Bancos, compañías de seguros…

—Guarde su aliento. Mis servicios no son para la Mafia.

—¿Quién ha dicho algo de la Mafia?

—Llámelo como quiera. Nadie es mi dueño, sino yo misma. Y pienso seguir en esa forma.

La limusina paró por una luz roja. Elis dijo:

—Estoy muy cerca. Gracias por traerme —abrió la puerta y salió del auto.

—¿Cuándo puedo verla de nuevo? —preguntó Nicolás.

—Nunca más señor Castro.

Nicolás la miró irse.

¡Mi Dios, pensó, ésta es una mujer!

De golpe se dio cuenta de que tenía una erección y sonrió, porque sabía que de una manera u otra algún día sería suya.
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La venganza viste de mujerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora