Una ausencia que duele más que la muerte.

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Cuando Jiang Cheng despertó, Ming Jia ya no se encontraba presente. Era lo mejor, sin duda, pues el verle la cara a primera hora de la mañana después de recordar todas las estupideces de las que hablaron la noche anterior no haría logrado sino hacerlo sentir de lo más avergonzado. ¿De verdad le dijo que lo había malinterpretado? ¿En serio le confesó que comenzaría a confiar en él? No solo se trataba de un acto sumamente imprudente por parte de un líder de secta, sino que además era ridículo. Ridículo haber bajado su guardia ante alguien a quien supo despreciar durante tanto tiempo. La próxima vez que se lo encontrara, no sabría siquiera cómo dirigirle la palabra.

Una vez finalizado su aseo personal, Jiang Cheng se dirigió al pabellón principal del embarcadero de loto, donde comenzaría con el arduo trabajo de encargarse de una interminable lista de asuntos administrativos que su padre le hubo heredado. Todo esto sintiendo el mismo vacío, la misma culpa, y el mismo dolor que parecían haberse pegado a él y esparcido por su cuerpo como si de una enfermedad se tratase. Pero tenía que sobrellevarlo. Tenía que ser fuerte por su madre y por su hermana. Y por el resto de su gente.

—Jiang Cheng, ¿dónde estuviste todo este tiempo? Hay demasiado por hacer, hijo, debes ser más responsable—aquel fue el primer saludo por parte de Madam Yu, la cual había permanecido activa durante toda la noche y mañana. Mientras él lloriqueaba como un imbécil junto a Ming Jia, pensó. Estaba furioso consigo mismo.

—Disculpa, madre. No volverá a ocurrir—respondió cabizbajo. Qué suerte que ella no sabía por qué se había retrasado, caso contrario, estaba seguro de que le gritaría por al menos diez minutos ininterrumpidos.

Las aguas del mundo de la cultivación se encontraban de todo menos calmas. Durante la ceremonia fúnebre de Jiang Fengmian, el clan Wen de Qishan tuvo el atrevimiento de enviar sus propias ofrendas, como si la muerte del hombre no hubiese sido culpa suya. Como si ellos no hubieran tratado de sitiar Yunmeng y volverlo una de sus regiones administrativas. Aquel gesto provocativo y burlesco, sumado a la tensión que no hacía más que crecer desde el incidente de la cueva en Qishan, no hacían sino vaticinar una guerra inminente. Y las ofrendas que fueron entregadas en honor a Fengmian resultaron ser la gota que rebalsó el vaso. Incluso si las noticias se encontraban aún frescas y los preparativos lejos de verse finalizados, parecía existir una clase de consenso general entre las grandes y medianas sectas con respecto a cómo proceder de ahora en adelante. Había llegado el momento de vengarse por tantos años de tiranía. Había llegado el momento de derribar al sol. Qishan Wen tenía los días contados.

Yunmeng no se encontraba en las mejores condiciones para luchar, y ese era el asunto principal del cual Jiang Cheng debía ocuparse. El reunir recursos, entablar relaciones y acuerdos con las otras sectas para así recuperarse rápido del tremendo golpe que hubieron sufrido eran de sus tareas más prioritarias, incluso sin haber ascendido como líder de forma oficial. Y es que no existía tiempo alguno para el luto. En ese momento, encontrar la forma de vengarse era lo único en lo que podía y debía pensar. Vengar a Wei Ying, vengar a su padre, vengar a Yunmeng. Si tenía que morir en el transcurso, entonces lo haría con gusto.

Sin embargo, su sed de venganza no le bastaba para sobrellevar el peso de todo ese maldito papeleo. Sus manos picaban por el deseo de empuñar su espada y batir a Zidian, no por mover el dichoso pincel de un lado a otro como si lo único que hubiera aprendido durante toda su vida fuese caligrafía. No iba a negarlo, incluso si le pesaba: necesitaba ayuda. Y la única ayuda que aceptaría era la de Wei Wuxian, su mano derecha.

Al pronunciar mentalmente esa frase, una bocanada de amargura recorrió su garganta y salió expulsada por sus labios en forma de suspiro. Wei Wuxian no quería ser su mano derecha, y eso lo había dejado en claro el día anterior cuando se rió de aquella promesa justo frente a sus narices. No entendía por qué, por qué tenía que negarlo de esa forma en un momento tan crucial de su vida. ¿Es que tan insuficiente lo creía como líder? ¿Tan poca fe le tenía? ¿Era demasiado pedirle que permaneciera a su lado de manera incondicional? Sin duda alguna, Wei Ying era un idiota. El más grande de ellos, inclusive. El sólo recordar cuánto lo había decepcionado hacía hervir su sangre. Las cosas no quedarían así. Él lo haría entrar en razón, costara lo que costara. Los dos orgullos de Yunmeng no sucumbirían sin siquiera haber tenido la oportunidad de surgir.

Los infortunios de transmigrar en una villana secundaria.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora