El comienzo del fin.

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Wei Wuxian despertó en una cama polvorienta dentro de una habitación destartalada y descolorida, lejana a Yunmeng, lejana a su familia, lejana a lo que llamaba vida. Sobre su pecho descubierto se presionaban dos largos vendajes, cada uno de ellos embebido en una mezcla de sangre, ungüentos y hierbas curativas. Llevaba una semana postrado en ese mismo lugar, esperando en vano hallar una forma de volver el tiempo atrás, de volver a aquellas despreocupadas tardes veraniegas donde la única de sus preocupaciones era saltarse o no alguna lección de arquería.

Había abandonado Yunmeng hacía ya medio ciclo lunar, pero a estas alturas su percepción del tiempo ya comenzaba a fallarle. ¿Cuánto tiempo había transcurrido exactamente? ¿Cuántos días enteros llevaba acostado en esa cama? ¿Acaso habían pasado semanas, meses, años? No, imposible. Ese solo era su cerebro tratando de asustarlo. Aunque de todas formas no importaba cuánto tiempo pasara, las decisiones ya estaban tomadas y los errores cometidos, por lo que ni una decena de meses ni de años podría cambiarlo. 'Para qué llevar un registro del tiempo? ¿Para qué preocuparse en contar los días, las horas, los minutos? Todo era lo mismo. Se encontrase donde se encontrase.

Dejó todo atrás. Todo aquello que alguna vez fue suyo no era más que un recuerdo borroso y en demasía doloroso. Jiang Cheng le había pedido ser su mano derecha, alegando que nada cambiaría entre ellos. Jiang Yanli le había sonreído con ojos tristes, jurándole que haría todo lo posible para sanar sus heridas, incluso aquellas que no eran visibles. Wang Lingjiao le había tomado la mano, asegurándole que no importaba qué pasara, ella siempre seguiría siendo su amiga. Y así podría seguir enumerando las personas que tanto lo querían, a todos aquellos a los que hubo decidido darles la espalda. No merecía la pena de Jiang Cheng, ni el amor incondicional de Yanli, ni la simpatía de Lingjiao. No merecía nada. Sin su núcleo, no era nada. No era nadie. Allí tenían al cultivador más prometedor de Yunmeng, hecho un desastre en una cama en vaya a saber qué clase de roñoso rincón de... ¿Dónde estaba? ¿En Yiling? Solo siendo acompañado por la rabia y la decepción que corrían por sus venas.

Hasta que la mampara que separaba su habitación de la siguiente se abrió con un leve chirrido, y detrás de ella apareció una mujer de túnicas rojas, ojos gentiles y cabello sedoso. Era Wen Qing, la médica de Qishan Wen que lo había acogido en una pequeña cabaña junto con su hermano Wen Ning, luego de haberlo encontrado vagando en las calles de Yiling al borde del colapso físico y anímico. Al menos, pensaba, aquellos dos le demostraban que tal vez todavía valía la pena intentarlo, que una vez sanadas sus heridas, tal vez no le importaría intentarlo de nuevo. Wen Ning y Wen Qing eran sus únicos rayos de esperanza.

Desde el momento en el que dejó Yunmeng atrás, la vida de Wei Ying había ido en picada y hasta el presente parecía nunca llegar a tocar fondo. El primer día se dedicó a huir lo más rápido posible, lo más lejos que pudiese, escondiéndose de todo y de todos en un desesperado intento por pasar desapercibido en una región donde su mera presencia solía generar revuelo. Se escabulló por los bosques, trotó por los caminos de tierra y recorrió los senderos más alejados del puerto de Yunmeng, de su ciudad, de sus pueblos. Tenía que salir de allí, pues bien sabía que Jiang Cheng no se rendiría tan fácil, no teniendo en cuenta lo testarudo que era. Tan pronto se percatara de su ausencia enviaría a sus mejores hombres en su búsqueda, y ser encontrado era lo último que quería.

Para el segundo día, después de caminar durante tantas horas que incluso sus entrenados pies habían comenzado a doler, Wei Ying llegó a los límites de Yunmeng, y tomando una extensa bocanada de aire dio su primera paso hacia lo que sería su nueva vida de exilio. Allí, rodeado de desconocidos, no tenía nada qué esconder, nadie ante quién aparentar. No debía sonreír si no quería, ni vocalizar risotadas vacías, ni entablar conversaciones incómodas. Allí, rodeado de la indiferencia, nadie lo miraría con congoja, no le preguntarían cómo se sentía, si quería algo, si necesitaba compañía. Estaba solo, y esa misma soledad que en algún momento tanto le había aterrado ahora lo seducía. Porque estando solo, no existían cuentas que rendir ni promesas que cumplir.

Los infortunios de transmigrar en una villana secundaria.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora