—Dime que lo que acabas de decir no va en serio —rompo el incómodo silencio que se ha dormado.
—Yo te quiero Camila —susurra—, pero de llegar a algo más sabes que es imposible. Sólo lo quieres a él.
—Yo podría llegar a quererte Mark. ¿Qué del viaje a Londres?
—Podrías... ¿En cuánto tiempo? —no respondo porque no estoy segura de poder llegar a mirarlo diferente—. Y el viaje, ¿quién ha dicho que los amigos no viajan juntos? —me estrecha su mano sin dejar de sonreír—. ¿Amigos?
—Lo siento —vuelvo a lloriquear—. Te fallé Mark, dije que te quería como tú esperabas y no es así.
—Lo bueno es que no tendrás que fingir más.
—Nunca fingí Mark. Tú me haces sentir diferente, ser yo...
—Te creo.
—¿Y el viaje a Londres? Me da vergüenza. ¿Cómo me quedaré en casa de tu madre?
—Tranquila, no hay problema con eso.
De regreso a casa de Royce no paramos de reír ante sus chistes. Me siento bien, libre, pero a la vez mal por como terminó todo. Aún no entiendo y me es difícil de creer que le queda poco tiempo a un chico tan lleno de vida.
(...)
Estamos en la sala jugando con nuestros pulgares mientras esperamos a mi madre. Él comienza a hacerme cosquillas y me arrastro en el sofá sintiendo el dolor en mi barriga de tanto reír.
—Hola chicos —saluda mi madre—. Si que se divierten ¿no?
—Hola señora —Mark se levanta y la saluda—. ¿Cómo sigue?
—Aprendo a vivir con ello. Gracias.
—Yo no veo diversión, nada más dos adolescentes con las hormonas alborotadas —Royce añade.
—Yo me voy. Te hablo más tarde.
—Es lo mejor. Es mi casa y decido quién entra y quién sale. Así que...
—¡Royce! —exclama mi madre—. No seas grosero. Aquí estoy yo y Camila tiene derecho de traer a su novio.
Mi mamá sube las escaleras lentamente, y desaparece en el siguiente pasillo.
—¿Tú qué miras? —da un paso hacia Mark y me paro delante de él—. ¿Creen que esto es un parque de diversiones para estar riendo?
—Entiendo que cualquier chico se sienta atraído por Camila, pero tú no tienes porqué.
—No te alteres, Mark.
—Ya me voy.
Camina hacia la puerta.
—Mark —lo detengo—, gracias por el día de hoy. Espérame, hago mi bolso y me voy contigo.
Estoy metiendo las cosas en el bolso cuando Royce entra y sólo me observa.
—¿Por qué actúas así?
—¿Cómo? —me hago la desinteresada y sigo buscando mis cosas.
—Te irás con él a su casa —tensa su mandíbula.
—Lo haré.
—Estarán juntos —se acerca y me obliga a mirarlo—. Tu lugar es aquí.
—Suéltame.
—No lo haré hasta que vacíes ese bolso y le digas al muchachito ese que no irás.
—Se llama Mark —me aparto bruscamente.
—Como sea, hazlo.
—¿Y tú qué quieres? ¡¿Un jodido trío o qué?! —espeto furiosa.
No dice nada y tampoco tengo intención de escuchar lo que dirá.
(...)
Mark enciende las luces de su casa y se dirige a la cocina. Yo dejo las cosas sobre la mesa y me adentro a su habitación. Me aseo y al salir del baño, desenredo mi cabello.
—¿Dormirás en esta habitación?
—Sí. ¿Por qué no?
—No, por nada.
Deja sus pastillas sobre la mesa y se sienta frente a mi. Sonríe y agarra mi mentón. Intento alejarme pero antes de hacerlo, él me besa. Lo hace frenéticamente y me hace recordar a Royce.
Deja de besarme y su respiración está desigual. Protesto internamente porque quiero más y como si él me escuchara, vuelve a besarme. Quiero asociar sus besos con los de Royce pero son tan diferentes que sólo los relaciono por la manera tan frenética.
Comienzo a sentir ese hormigueo en mi vientre y temo no poder deternerme. Me echo para atrás hasta quedar acostada y él comienza a subir el suéter de mi pijama mientras me dedico a desabrochar los botones de su camisa.
Recorro su pecho con mis manos y de repente, siento nuevamente ese desagradable sabor en la garganta. Empujo a Mark y cubro mi boca.
—Lo siento —lleva un mechón de cabello detrás de mi oreja y luego toca mi frente—. ¿Te sientes bien? Estás ardiendo en fiebre.
—Estoy bien.
—Buscaré unas pastillas para bajar la fiebre.
Me acomodo entre las sábana y hago una cola en mi cabello. Cuando vuelve trae el vaso con agua y la pastilla; la tomo y me arropo.
No sé cuándo me he quedado dormida pero despierto inquieta entre las sábanas. Estoy más caliente aún y aunque estoy sudando tengo frío.
—¿Qué pasa? ¿te sientes mal? —frota sus ojos y enciende la lámpara—. Tus labios están pálidos —los toca—, y resecos.
Siento escalofrío y debo arroparme más.
—Buscaré un termómetro.
Me toma la temperatura y confirma que estoy ardiendo en fiebre.
—Las pastillas indican que son cada tres horas, ¿quieres tomar otra?
—Voy a estar bien —aseguro.
Mis párpados se sienten pesados y tengo mucho sueño.
—Vamos.
—¿A dónde?
—A un centro ambulatorio que está cerca. No te ves bien.
Me presta un suéter suyo más las sábanas. Realmente me siento mal, muy mal, pero no quiero que él se altere y tenga una recaída más por mi culpa.