Royce
No había ninguna cita médica, al menos no la había pedido todavía. Por lo tanto agarro el móvil y llamo a un viejo amigo de la familia. Tengo mucho tiempo sin saber de él, pero por suerte recuerdo el nombre de donde trabaja aquí en Londres.
Pido la cita y como le he dicho a ella, a las once debemos estar allá.
Mientras Camila se ducha y viste en el baño aprovecho de ordenar el desayuno que en cuestión de minutos lo traen a la puerta. La mujer que tiene sus manos sobre el carrito sonríe al verme y se adentra a la habitación moviendo sus caderas exageradamente.
—Gracias.
—Siempre a sus órdenes. Buen provecho.
Cierra la puerta al salir y paso el seguro. Segundos después Camila sale del baño refunfuñando entre dientes mientras seca su cabello con un secador inalámbrico.
—¿Qué te ocurre?
—Primero: nada me queda bien porque estoy más gorda cada día. Segundo: tengo la misma ropa de ayer, y tercero: ¡el hambre está matándome!
—Pues, con eso no hay problema. He sido lo suficiente listo como para ordenar algo de comer.
Sus ojos brillan al fijarse en toda la comida que se encuentra a un lado de la cama y no tarda dejar el secador para acercarse y así comenzar el desayuno.
Camila
Soy la primera en bajar cuando el auto estaciona frente a la clínica y él lo hace rato después. Nos adentramos y tras informarse del piso donde se encuentra el consultorio subimos en el ascensor.
Al llegar al piso correcto intercambia algunas palabras con la secretaria y después nos dirige a la puerta del consultorio.
—¡Geoffrey, hijo! —exclama el señor que nos abre la puerta.
¿Es su papá?
—¡Edwards! ¡Qué bueno verte!
—Debo decir lo mismo. Desde que me vine a Londres no hemos tenido más contacto. ¿Cómo están todos? ¿tus padres? ¿tus hermanos?
—Todos bien. ¿A ti cómo te ha ido?
Continúan hablando ignorando mi presencia hasta que tomo el atrevimiento de cerrar la puerta para captar así su atención.
—¿Esta jovencita, quién es? ¡No me digas que te separaste de Dafne!
—Ella es su hija.
—Un gusto, entonces. Bien, dejemos nuestras charlas de reencuentro y dediquémonos a ver a ese bebé.
Me acuesto en la fría camilla observando detalladamente el consultorio.
—¿Cuántos meses tienes?
Pone sus guantes de látex y alcanza de unas repisas el gel para luego dejar un poco sobre mi vientre.
—Cuatro.
—¿Y no has asistido antes a alguna cita?
—Sí pero Royce insistió en traerme.
—Entiendo. Trata de ser muy sobreprotector —marca unas cosas sobre el aparato—. ¿Y Royce? ¡Hey Geoffrey! ¡Ven aquí!
—¿Qué? —se asoma rápido en la puerta.
—¿No querrás ver?
—Pensé que primero hablarían cosas privadas sobre el embarazo.
—Eso será después.