CAPÍTULO 43

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—¡Ven aquí, desvergonzada!

La muchacha, lejos de obedecer, siguió corriendo. Llegó hasta la selva y, en la linde de la floresta, se detuvo.

Jamás había entrado allí y era probable que una cobra la mordiera o que un tigre la despedazara, pero hasta eso le parecía mejor que volver atrás.

Atrás solo estaba él. No, no volvería.

Tropezando con los extremos de su sari, con los abalorios tintineándole en el cuello y en las muñecas, se abrió paso entre la vegetación. Los espinos hicieron jirones la bella tela, pero ella no se detuvo. No paró hasta que se halló muy, muy adentro en la jungla, y no supo volver.

Miró a su alrededor.

Sí, moriría allí. Era un lugar bueno como cualquier otro. No había oído de ninguna mujer que se dejara morir de hambre o devorada por las fieras.

Normalmente, las muchachas que corrían su suerte se arrojaban al rio, a un pozo o a la pira donde se incineraba al difunto marido. Pero ella, Radha, moriría allí.

Aún decidió avanzar un trecho más. Pronto llegó a un claro y, para su sorpresa, allí se alzaba un templo. ¡Un templo abandonado y en ruinas! Aquel sería el lugar perfecto para morir. Avanzó y se arrodilló en los escalones que conducían a la entrada. A las mujeres hindúes no se les permitía entrar en los templos, así que Radha se postró hasta tocar la frente con el suelo y luego miró el relieve de la puerta.

Aquel templo estaba dedicado a Durga, diosa de la venganza, que cabalgaba sobre un tigre y empuñaba cimitarras en sus numerosos brazos.

Radha juntó las manos y exclamó:

—¡Madre Durga! Si realmente lo merezco, concédeme la paz y la venganza por el ultraje que he recibido. Sé benigna y ven a mí o elegiré que la muerte me lleve.

De repente, se escuchó un sonido dentro del templo. Radha dio un salto, aterrada.

Cuando ya creía que se trataba de un mono u otro animal, una figura humana surgió de la oscuridad, y en dos zancadas se plantó frente a ella.

Era un hombre. Pero nunca había visto un hombre igual.

Tenía la piel y el cabello claros, no como todos los hombres. Y no llevaba ropas de campesino, sino un conjunto de ropas extrañas, ajustadas al cuerpo, y altas botas.

Tenía extrañas correas fijadas a las piernas y cargaba un fardo a sus espaldas. Era alto y fuerte, pero lo que más intimidó a Radha fueron sus ojos, límpidos y retadores, cargados de una fiereza y una autoconfianza propia de castas superiores.

La muchacha pensó de inmediato que se hallaba ante un dios y por ello se arrojó a sus pies y le tocó la punta de las botas, como toda persona de casta inferior debe hacer con sus superiores. Pero el dios retrocedió dos pasos.

—Namasté —murmuró—. No sabía que hubiera campesinos por aquí. ¿De qué aldea provienes?

Hablaba en perfecto hindú, aunque con un extraño acento que no supo identificar.

—De Kusuma Baradhji, señor —respondió sin despegar la frente del suelo.

—Eso queda algo lejos. ¿Te has perdido?

—No, señor. He venido aquí por deseo propio.

—Este templo lleva años abandonado. ¿A qué venías?

—A morir, señor —dijo dignamente.

El dios arqueó las cejas, sorprendido, y a continuación dijo:

Secretos de un ShaneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora