Evan entró a la biblioteca, solícito, como siempre. Caminó hasta su ama, que seguía revisando y marcando mapas sobre la pulida y amplia mesa colocada contra una de las paredes.
—Señorita.
Twila levantó la mirada de sus mapas y la fijó sobre su mayordomo que le ofrecía un teléfono inalámbrico sobre una bandeja. Evan le dijo:
—Es el profesor Ivanoff, desde Rumania, señorita. No he podido localizarlo antes.
Twila se apresuró a tomar el teléfono.
—Gracias... ¡Ivanoff! ¿Qué sabes de la pieza de la que te hablé?
El profesor soltó el aire al otro lado.
—Te tengo noticias, pero no sé si son buenas. La busqué con vehemencia y la he encontrado.
—¡¿En serio?!
—Sí, Twila. La tenía un coleccionista en Katmandú. Al parecer creía que se trataba de una pieza de algún navío antiguo. Es muy posesivo, y en cuanto llegó a sus oídos que tú lo querías lo mandó bajo el radar hacia Ayios Stefanos.
—¿Grecia?
—Sí, linda. Lo mandó a ese lugar apartado del mundo en donde se reúnen esos mojes adoradores. No hace ni dos días. Algún contacto ha de tener ahí. Ya sabes como es esto, algunos vendedores del mercado negro se esconden entre esas gentes para trabajar sin que los descubran. Pero si ese es el caso, estoy seguro de que te lo entregará si sabes entrarle con buen pie.
Twila soltó el aire, fastidiada. Quería esa pieza lo antes posible y esa persona no se lo estaba poniendo fácil.
—Bueno. A Grecia entonces.
(…)
La primera vez que un viajero contempla el valle místico de Meteora, queda seducido por su grandeza y solemnidad. Se divisa ya desde la ciudad tesalia de Kalambaka, más allá de una ascensión vertical que culmina en un cinturón de rocas grisáceas de misteriosas formas cilíndricas.
En el centro del valle, sobre un elevadísimo y aislado peñasco de paredes lisas y verticales, se alza el monasterio de Ayios Stefanos. Hincado a modo de altar sobre la dura roca, su aparente inaccesibilidad impacientaba al aventurero novato, y deslumbraba a Twila, que observaba el lugar en silencio bajo el sol abrasador del clima mediterráneo más puro: caluroso, muy caluroso.
Twila se sentó sobre la roca y levantó la vista. Ayios Stefanos la contemplaba orgullosamente ubicado desde lo alto de la inmensa peña. Tenía pensado subir y echar un vistazo, pero no quería ser descubierta. Los monjes eran poco hospitalarios y muy antipáticos con las mujeres. No era que a Twila le importara, pero quería conseguir la última llave sin que la molestaran. Por ello no había anunciado su llegada ni pensaba hacerlo.
Sonrió al momento en el que su interior volvió a sentir aquella plenitud y libertad de volver a trabajar sola. Sin Eli y sin nadie.
—Bueno, vamos allá —murmuró, y empezó a escalar el acantilado.
Llegar arriba le costó unos veinte minutos. Se desplomó a la entrada del monasterio, con el cuerpo empapado de sudor y el corazón martilleándole en el pecho. Sacó un hábito negro, que llevaba preparado para la ocasión, y lo vistió. El reborde del manto cubrió sus botas y una capucha ocultó su rostro. Escondió las manos en las amplias mangas, después de quitarse los mitones de cuero, y entró silenciosamente.
El cenobio seguía tan silencioso y pacífico como había sido siempre. La exploradora anduvo por los corredores, intercambiando una breve inclinación de cabeza con cada hermano que encontraba. Algunos se giraban, extrañados, porque no recordaban tener un compañero tan alto, pero tampoco le daban mucha importancia. Mientras tanto ella iba examinando los rostros de cada uno para averiguar quién era el infiltrado que tenía la llave que necesitaba.
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Secretos de un Shane
FanficComenzó a acercarse a la puerta hasta que distinguió la voz de una persona murmurar. -Lo siento, Will Shane, pero ya no puedo seguir callando esto. Tu hijo merece saberlo. Un segundo... ¡¿Qué acababa de decir?! -¿Profesor?- habló Eli, quién ya había...