CAPÍTULO 63

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El día de la presentación al fin había llegado y Twila estaba sudando frío mientras permanecía sentada al borde de la cama con una bata cubriéndola y evidenciando también, que debajo de ella tan solo llevaba la ropa interior, mientras esperaba, congelada, a que Aurora terminara de escogerle un vestido de su armario.

—¡Ay, ya acaba esta tortura!

Aurora rodó los ojos. Siguió rebuscando entre la cantidad de vestidos con etiqueta que Twila mantenía en su armario.

La llegada de los perros había causado un revuelo en la casa que en ocasiones hacía pensar a las tres que Richard Croft se volvería loco.

El jardín era lo suficientemente grande para que corretearan y jugaran, pero Pongo y Calamar correteaban todo el tiempo por la casa y, lo que era peor, su padre odiaba encontrarse con las sorpresitas del cachorro por todas partes.

¡Qué perro más cagón! Fue lo que una vez lo escucharon gritar.

Y si su padre usaba aquél tipo de lenguaje era porque realmente estaba molesto.

Pero como contrapartida las tres sabían que su presencia lo llenaba de felicidad. En cuanto llegó a casa ese mismo día, los perros se le abalanzaron encima, ¡Les gustaba! Incluso con su forma de ser. Incluso Calamar había comenzado a buscarle un palo para que se lo lanzara. Y las tres contemplaron, sorprendidas, que su padre había comenzado a consentirlo.

Pero Aries era el que se estaba estresando más que todos en la mansión. Calamar se había vuelto sumamente territorial con el sofá en el que Aries estaba acostumbrado a pasar las tardes. Y cada vez que el bakeneko intentaba acostarse ahí, Calamar se abalanzaba y lo tiraba. El pobrecito terminaba tumbado en el suelo y no podía hacer nada porque su padre lo regañaba cada vez que intentaba abalanzársele encima al galgo.

—¡Ya lo tengo! —dijo al fin Aurora—. Este —sacó el vestido largo de color blanco y rayas de cebra de color rosa chillante.

Twila soltó el aire al verlo.

—No sabía que había cebras rosas —musitó ella con incredulidad.

—No las hay —le respondió Aurora con calma—. Estas rayas son de tigre.

—Ah. —Twila se dio un golpe en la cabeza con la palma de la mano—. Bueno, eso lo explica todo.

Aurora sonrió y palmeó el vestido.

—Eso es lo que me gusta de ti, hermanita. Tú me entiendes.

—¿De veras?

—Desde luego que sí.

—Me das miedo, Aurora. ¿A qué hora es la fiesta?

—Dentro de un par de horas, así que será mejor que nos demos prisa.

Twila volvió a mirar el largo vestido rosa-brillante-de-tigre que también tenía un bonito conjunto de botones dorados en la espalda que comenzaban desde el cuello hasta la cintura, y dijo:

—Es broma, ¿cierto?

—Nunca he hablado tan en serio —respondió solemne.

Twila volvió a suspirar.

(...)

—¡Ay! Me aprieta.

—Entonces deja de moverte tanto. —Se quejó Aurora—. Todavía quedan más de veinte botones y son tan pequeños como guisantes.

—¡Maldita sea! ¿A qué estúpido ignorante se le ocurre hacer un vestido que no le permite a una mujer ponérselo sola? Ni quitárselo. —Y eso era lo peor. Twila sabía que llegaría el momento de volver a desabrocharse aquellos diminutos botones que seguramente se le ceñirian a la espalda.

Secretos de un ShaneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora