CAPÍTULO 92

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Cuando Eli abrió los ojos se llevó el peor susto de su vida.

Twila no estaba en la habitación.

Quedó sentado en la cama y farfulló antes de entrar en pánico:

—Ay, Twila, no me hagas esto.

Salió despedido de la cama y se cambió con lo primero de su ropa que encontró: un pantalón negro, una camisa blanca y un sudadero que no se percató que no era suyo, sino de Twila. Y salió corriendo de la habitación para buscar, desesperado, en toda la casa.

No había nada en el ático, ni en la otra habitación, ni en la cocina o en la sala. ¡En dónde estaba!

Corrió de vuelta a la habitación y la estudió con detenimiento, intentando no volver a entrar en pánico.

Se percató de que la mudada de ropa limpia que Twila solía dejar en la mesa de noche seguía allí, y también comprobó que la caja que ella había acoplado para dejar la mudada de ropa sucia que se quitaba diariamente antes de lavarla, también estaba vacía.

—¿Salió en pijama? —Se percató, completamente atónito.

No cabía duda de que ella aún no estaba bien.

Corrió hacia la ventana y casi maldijo con una de las tantas palabras que Twila usaba, al ver que estaba lloviendo a cántaros. Se dio la vuelta y corrió hacia su habitación para tomar una chumpa y un paraguas.

Salió de la casa y empezó a buscar en todo el vecindario. Dándose algunos golpes por los resbalones que se metió por el lodo.

Buscó en patios, parques, tiendas, restaurantes y supermercados. Le preguntó a cada persona que se le ponía enfrente si no había visto a una chica de melena negra rizada y que seguramente andaba tan solo en pijama.

Todas esas personas le devolvieron una mirada confundida y después de responderle con un rotundo "no" emprendieron la marcha lo más rápido que pudieron.

Eli se desesperó y comenzó a meterse en cualquier lugar en el que se le ocurría que podría haberse refugiado de la lluvia. Pero casi al instante se regañaba al recordarse de que a ella no le molestaba la lluvia. Y después de recibir algunos regaños de los policías y guardias, siguió su marcha.

Recorrió el parque una última vez, y después de haber esquivado la rama de un árbol que casi le había caído encima, y de que hubiera recuperado el paraguas una cuarta vez después de que el aire la hubiera hecho volar, se dirigió al último lugar que se le ocurrió: el cementerio.

El aire le dificultaba la movilidad haciendo que no pudiera avanzar tan rápido como quería y el paraguas quiso escapársele un par de veces más.

El trayecto se le hizo una eternidad.

Y para cuando llegó al portón de la entrada del cementerio, una enorme y gruesa cadena le indicaron que estaba cerrada.

—¡Oh, genial! —le gritó al universo.

Aquello tenía que ser una broma.

Se acercó a los barrotes del cementerio y ojeó, a como pudo, lo largo y lo ancho que su campo de visión le permitieron.

Por un segundo se sintió estúpido al estar revisando un cementerio cerrado bajo una tormenta. Pero fue entonces que, a la lejanía, reconoció la melena negra inconfundible.

Agrandó los ojos y gritó:

—¡Twila!

El sonido de la lluvia era tal, que estuvo seguro de que no lo escuchó. Volvió a intentarlo:

Secretos de un ShaneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora