CAPÍTULO 46

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Evan pasó discretamente el paño por la polvorienta estantería, y miró de soslayo hacia la ventana.

Todo estaba tranquilo.

Era el momento apropiado para saciar la curiosidad del mayordomo.

Tanteó los gruesos tomos de Historia hasta que encontró una diminuta carpeta con cuartillas. La sacó y, tras acomodarse en un sillón cercano, empezó a observar los bocetos con deleite.

Evan era la única persona a la que Twila le mostraba su carpeta libre y voluntariamente.

Aquel anciano había cuidado de todos en aquella mansión desde el inicio. Quienes llegaban a creer que Evan Witcher era tan solo un mayordomo para los Croft, estaban muy equivocados. Aunque en el trato cotidiano no se pudiera apreciar nada más que una relación formal entre el mayordomo y los dueños de la casa, los íntimos sabían que aquel apacible anciano había sido un padre para Richard Croft cuando Lord Cherokee lo expulsó de casa.

Y Twila sentía el mayor de los afectos por Evan, guardián de su casa, sí, pero también padre que no reñía y amigo que nunca fallaba.

Así pues, Evan se hallaba repasando con auténtico cariño aquellos bocetos. Algunos representaban criaturas horripilantes que le fascinaban a pesar de su aspecto. Reconocía cada una de ellas, porque entre Twila y Evan no había secretos... al menos, en aquel aspecto. Sin embargo, al mayordomo aquellos dibujos en los que aparecían los miembros de su familia consanguínea en diversas actitudes: sonriendo, enfurruñados, desafiantes, sorprendidos; le enternecían aquellas mudas ofrendas de amor que transmitían más que las palabras. Y también lo abrumaba la cantidad de emociones que ella ponía en cada uno.

Y pensar que ella estuvo a punto de dejar aquel hábito que le resultaba de lo más admirable.

Sintió unos delgados y reconfortantes brazos rodearlo. Y el perfume que invadió sus fosas nasales le revelaron de quién se trataba sin la necesidad de voltear.

—A veces siento que cada vez lo hago peor.

Twila había entrado a la biblioteca silenciosamente para evitar darle un infarto a Evan.

—Claro que no, pequeña, siempre lo has hecho estupendamente.

Twila rio, melancólica. Evan siempre le decía lo mismo.

—¿Hace cuánto llegó?

—Hace quince minutos. No te imaginas el lío que fue salir de Kazajistán. Una semana, Evan. ¡Una semana! Casi mato a Zip.

Ambos rieron.

Evan sabía que ella sería incapaz de matar al pobrecito.

—En cuanto llegué fui a la Sala de Trofeos para ver qué cosas había destruido Samantha. Por suerte no destruyó ningún artefacto. ¿En dónde están Susan y Frida?

—Su madre tomó la decisión de darles la semana libre en lo que se reparaban los desperfectos de la casa.

—¿Vieron a esa cosa?

—Desgraciadamente sí.

—¿Sofía?

—Igual. Pero no hay de qué preocuparse. Las tres son empleadas leales.

—Sí, supongo. De otro modo me veré obligada a evitar que esto salga a la luz.

Nadie podía saber nada sobre las cosas extrañas que los rodeaba. Si eso ocurría, los auténticos problemas no habrían hecho más que empezar.

Las Gemas tenían una ley muy estricta: bajo ningún pretexto debía ser visto por nadie absolutamente nada que pusiera en peligro la existencia de su mundo. No debía ser visto por nadie. Por nadie.

Secretos de un ShaneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora