CAPÍTULO 52

29 5 41
                                    

⟨⟨ Estaba mal. Por más veces que lo intentara, estaba mal. Apretó el lápiz entre las manos, luego apretó los dientes, y finalmente lo tiró sobre el montón de bocetos.

—¡A la mierda! —masculló. Casi al instante se arrepintió. Se encogió y miró a su alrededor rápidamente. Pero su padre no estaba por allí.

Menos mal, porque odiaba oírla decir tacos.

Richard Croft era muy estricto en cuanto a esa "jerga de legionario que has aprendido en la Guardia" y por más que se esforzaba en controlarla, siempre acababa brotándole cuando se enfurecía.

No había manera de que aquel dibujo le saliese bien. Estaba frustrada. Moviéndose nerviosamente en la banqueta de madera, Twila se puso el lápiz entre la nariz y el labio superior e hizo morros mientras seguía examinando el boceto.

Luego tomó el artefacto que su padre había recuperado de la zona del templo mayor dos días antes, y lo hizo girar entre sus manos.

Una preciosa pieza de ámbar, semejante a una gota, esculpida con miles de líneas onduladas y zigzagueantes.

Había intentado dibujarla desde todos los ángulos posibles, pero no acababa de salirle bien. Y eso era frustrante porque ella era realmente buena dibujando.

Lo intentó de nuevo, y el resultado volvió a ser el mismo.

Arrancó la hoja, la arrugó haciendo una bola y la tiró por encima de la pila de trastos que ella y su padre habían sacado del templo. Luego se replegó en el asiento hasta quedar en cuclillas, enfurruñada.

—Que pérdida de tiempo —masculló entre dientes, otro vicio heredado por vía Guardia Real.

De pronto, le pareció oír un ruido entre la espesa maleza que rodeaba el recién descubierto templo en Angkor, Camboya.

Agudizó el oído.

Se había desvanecido. Qué raro, había sonado como... pisadas. Unas muy diminutas y casi imperceptibles pisadas.

Saltó inmediatamente del banco y salió corriendo hacia un árbol. Casi inmediatamente se dio la vuelta y volvió corriendo, agarró la piedra de ámbar, la metió a empujones en su bolsa de bandolera, se la colgó al hombro, volvió hacia el árbol y empezó a trepar.

Entre las muchas cosas que estaba aprendiendo rápidamente desde que había salido de Caliza y empezara a acompañar a su padre en algunos de sus viajes, era que nunca, nunca se dejaba un artefacto atrás, por las razones que fuera. La mayoría de veces era ya demasiado arriesgado recuperarlo, como para perderlo por una tontería. De hecho, el que él lo hubiese dejado allí, con ella, respondía a algo más que para practicar su dibujo documentando su aspecto y distintas formas.

Su padre la estaba poniendo a prueba. Y Twila no tenía intención de decepcionarlo.

Siguió trepando, jadeante, agarrándose al tronco y pasando de rama en rama. Afortunadamente, los enormes árboles de la jungla eran fáciles de escalar, llenos de follaje y agarraderas por las que fácilmente cualquiera con un mínimo de forma física podía moverse.

Desafortunadamente, el árbol era enorme, inmenso, altísimo, por lo que tardó varios minutos en alcanzar la copa. Se dejó caer, sudorosa, jadeante, en la última rama.

Creyó que la altura la ayudaría a distinguir qué y de dónde provenía el ruido. Pero para su mala suerte, el follaje era demasiado, así que se le dificultó bastante observar el suelo desde donde estaba. Sin embargo, al pasar unos minutos, logró distinguir como unas cuantas hojas comenzaron a moverse.

Secretos de un ShaneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora