CAPÍTULO 32

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Estacionó enfrente de la pequeña floristería que frecuentaba desde hacía mucho.

Bajó del automóvil y caminó hasta la puerta de la floristería. La abrió. La campanilla que estaba sobre el marco hizo el característico sonido que anunciaba la llegada de un nuevo cliente.

Dave Whyte, el dueño de la floristería, lo saludó con una sonrisa en cuanto lo vio llegar, tal y como lo hacía cada mes.

—¿Lo mismo de siempre? —le preguntó él en cuanto llegó al mostrador, con una sonrisa que rozaba el pesar.

—Sí. Lo mismo.

Él asintió y se adentró en su tienda para buscar el ramo de flores que le compraba cada mes.

Siempre lo tenía listo y resguardado hasta su llegada.

Después de unos minutos, Dave salió del cuarto trasero, en donde tenía el ramo de flores. Y le fue imposible no sentir su corazón contraerse al verlo. El ramo tenía flores de todo tipo. No había flor en el mundo que no estuviera en ese ramo.

Y le dolió. Dolió recordar por qué era que ese ramo tenía tantas flores.

No era porque a la persona a la que se lo daría le encantaran todos los tipos de flores. Era porque él jamás supo cuál de todas era su favorita, o si tenía alguna que le gustara. Nunca se lo preguntó... y ya jamás podría hacerlo.

No podría olvidar la primera vez que compró ese ramo: «Dígame, ¿cuál es el tipo de flor que a ella le gusta?» le había preguntado Dave. No supo qué responder. Y eso lo lastimó. Y Dave, al ver que no tenía una respuesta, dijo: «Hagamos algo. Le daré un ramo con todos los tipos de flores, apuesto a que alguna tendrá que gustarle». Él solo asintió.

—Bien, aquí está —canturreó Dave—. Arreglado y cuidado como siempre.

Él asintió. Ese día no tenía ganas de hablar. Así que solo le pagó y salió de la tienda rumbo al lugar en donde tenía que dejar ese ramo.

Al cementerio.

(...)

Inspiró profundamente. Abrió la reja de la verja del cementerio y esperó unos segundos antes de tomar el valor suficiente para poder entrar.

Cuando al fin entró, buscó pacientemente la tumba entre las hileras de nichos y tumbas que se encontraban a lo largo y ancho del cementerio.

El aire era liviano. Todo lo contrario, a como su cuerpo se sentía: pesado, muy pesado.

No hacía ni un mes que su padre había fallecido. Había dolido, claro, era su padre, y había pasado cada segundo de su vida intentando agradarlo, aunque nunca lo consiguió.

Pero ni siquiera eso se comparaba con el dolor que sentía por otra ocupante de ese lugar.

Ahí estaba. En medio de dos almendros viejos que regaban el suelo con sus flores blancas.

Sintió su cuerpo contraerse mientras más se acercaba a la tumba, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Sabía que era absurdo seguir sintiendo esas cosas, y más cuando él había sido el culpable. Pero ya no importaba. Ya nada importaba. Lo hecho, hecho estaba. Por más que le doliera.

La persona que había elegido la sepultura había optado por una tumba bajo tierra en lugar de un nicho. Toda ella estaba salpicada con las hojas del almendro.

—Hola.

Se sintió como un idiota. Siempre decía el tan famoso "hola", pero no sabía qué otra cosa decir. Jamás habló con ella, es más, nunca la dejó hablarle.

Tragó despacio, sintiendo un inmenso nudo en su garganta. Se inclinó, con la palma de la mano limpió las hojas sobre la lápida, y luego dejó el ramo de flores sobre ella.

«Ten en cuenta que tus acciones traerán consecuencias. No te arrepientas después».

La Gran Madre tuvo razón. Ella siempre tenía razón.

Se arrepintió. Por supuesto que se arrepintió. Pero lo hizo muy tarde. Demasiado tarde.

Se sentó en la grama que rodeaba todo, y pensó. Si tan solo no hubiera sido un imbécil. Si tan solo no hubiera dicho las cosas que dijo. Si no hubiera tomado las acciones que tomó. Ella aún seguiría ahí.

—Perdóname.

Sabía que era absurdo pedírselo ahora. Ella ya no estaba, ya no podía perdonarlo, y sabía bien que, aunque ella aún viviera, tampoco lo perdonaría. Lo que había hecho no tenía perdón.

Sintió sus ojos cristalizarse.

A muchas personas se les daba mal llorar, pero él simplemente no sabía llorar.

Esa célebre frase humana tenía tanta razón: "Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde".

Y él no se dio cuenta de cuánto la extrañaba hasta que ya no la tuvo. No se dio cuenta de lo mucho que la estimaba y respetaba hasta que ya no estaba.

De no ser por ella seguiría siendo el mismo imbécil de siempre. Ella fue su inspiración, siempre intentó estar ahí para él aun cuando él siempre intentó alejarla.

Él siempre pensó que todo le saldría a pedir de boca, que el mundo tenía que obedecerlo porque él era la autoridad, él era el superior.

Pero se equivocó.

Lo peor era que los errores se pagaban. Y él tuvo que pagar un precio muy alto.

No había noche en la que pudiera dormir en paz. No había momento en el que no se lamentara por lo que había hecho.

Leyó de nuevo la inscripción que su madre había mandado a tallar en la piedra de la lápida:

NO TODOS NACEN PARA EXISTIR

No tenía idea de cómo se dejó envenenar. De cómo se dejó convencer.

Ahora solo quería una oportunidad para pedirle perdón. Ya no le interesaba si tenía que arrodillarse y suplicarle su perdón hasta el último segundo de su vida si era necesario. Hacer hasta lo imposible para mantenerla a salvo. Hacer hasta lo imposible para enmendar su cobardía. Pero ya no podía.

Las gotas comenzaron a caer sobre su rostro. ¿En qué momento comenzó a llover?

«A ella le fascinaba la lluvia», pensó.

La recordaba caminando en medio de la lluvia. Disfrutando de la sensación del agua al caer.

Él al principio no lo entendió. Ella era tan difícil de comprender. Y no era que lo hubiera intentado, es más, jamás lo intentó. Y ahora se arrepentía.

Ya no sabía qué gotas de agua pertenecían a la lluvia y cuáles eran lágrimas.

Y simplemente ya no le importaba.

Se levantó y quiso dar una última leída al nombre de la persona que descansaba en esa tumba desde hacía tanto. Solo deseando que todo fuera mentira. Que ese nombre no estuviera ahí:

TWILA

Secretos de un ShaneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora