CAPÍTULO 64

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El British Museum rebosaba de vida y actividad. Con todo, no era hora de visitas, ya que eran más de las diez de la noche.

Aquella noche se celebraba un acto académico al que habían asistido las más prestigiosas figuras de la arqueología y toda suerte de historiadores.

No era para menos:

Richard Croft había regresado de la India con la estatua de Durga, y lejos de apropiársela, como rumoreaban las malas lenguas, había cumplido su palabra de donarla al museo.

Todo estaba dispuesto para el acto. Se había habilitado una de las salas con una tarima y un púlpito y micrófono, frente a varias hileras de asientos ocupados por diversas celebridades que murmuraban entre sí.

Los murmullos cesaron en cuanto el director del British, Christian Hamilton, subió al púlpito y encendió el micrófono.

—Buenas noches —dijo a modo de inicio—. Como saben hoy nos reunimos aquí para presenciar una de las donaciones más importantes a nuestro museo en los últimos años. La estatua de Durga llevaba años perdida y muchos la suponían un tesoro inexistente. Ahora la tenemos aquí, pero no soy yo quien les ha de hablar de esta joya histórica. Damas y caballeros, con todos ustedes, Richard Croft, reconocido arqueólogo, aventurero e historiador.

Hubo una salva de aplausos.

Maldición, pensó Richard mientras subía a la tarima con su más encantadora sonrisa.

Odiaba con todas sus fuerzas que lo llenaran de títulos tanto como llegó a odiar que lo llamaran por su título nobiliario, que sonaba pomposo y rimbombante, carente de toda personalidad. Pero era un mal necesario que estaba obligado a usar en aquellas altas esferas, ya que no toleraban a ningún Don Nadie entre sus filas.

Nada más ponerse frente al micrófono, una horda de flashes casi lo cegó. Oyó rumores y cuchicheos y supo que lo estaban analizando al detalle.

Se relajó al ver a su familia a no muchas filas, y a Zip, por supuesto. Las tres mujeres de su vida aplaudían sonrientes y orgullosas, y Zip aplaudía y chiflaba a todo pulmón.

A no muchas sillas de distancia divisó a Jonathan. Al parecer había llegado acompañado de una curvilínea pelirroja italiana, y sin embargo, el sinvergüenza no le había quitado el ojo de encima a Twila desde que habían llegado. Pero respiró aliviado al estar seguro de que aquello, en lugar de causarle celos a Twila, como el sinvergüenza esperaba, suponía una liberación de lo más cómoda para ella.

Lo que sí no le gustó fue ver a varios viudos y divorciados mirando a su esposa, que en su opinión se miraba despampanante.

También consiguió ver a su amigo Leonardo en las últimas filas. Se sorprendió de verlo en el evento.

—Buenas noches, damas y caballeros —dijo él jovialmente y sin dejar de sonreír, haciendo gala de su impecable oratoria—. Estoy encantado de estar aquí esta noche —les lanzó una mirada amable mientras pensaba: Espero que les guste lo que ven, hatajo de chupópteros criticones.

Richard era querido por muchos y odiado por tantos otros.

—Y bien —continuó—. Como dijo Jack el Destripador, vayamos por partes.

Se oyeron algunas risitas ahogadas y otros tantos se escandalizaron. Encantado con el revuelo que había armado con aquel comentario, Richard hizo unas señas a un par de operarios que se aprestaron a depositar una urna cubierta con una cortina de terciopelo a su lado. Se acercó y, retirando la tela, descubrió la bella estatua, logrando que durante un instante todos enmudecieran.

Secretos de un ShaneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora