CAPÍTULO 90

39 7 0
                                    

Eli regresó a la casa al rededor de las diez de la noche.

No encontró a nadie en la cocina, y por el poco olor a desinfectante dedujo que Twila no había vuelto a limpiar.

Arrugó el entrecejo. Si Twila quería seguir peleada con él, pues entonces que siguiera enojada.

Buscó algo para comer en la cocina y luego se fue a acostar. Por la puerta cerrada de su exhabitación, supo que Twila ya se había ido a acostar también.

**********

Estaba allí. De eso no había duda. Sin embargo, también sabía que no lo estaba. No podía estarlo. No mientras estuviera viendo lo que estaba viendo.

Vio a la bebé que lloraba, anunciando que estaba viva.

La llevaron hasta una mesa y comenzaron a limpiarla, mientras la pequeña bebé lloraba sin cesar.

—Dos kilos doscientos treinta gramos —dijo una doctora luego de pesarla—, cuarenta y ocho centímetros —expresó mientras una enfermera anotaba los datos en una planilla.

—¿Color de ojos?

—Azules, es una de ellas —pronunció observando sus iris.

Se giró con la bebé en brazos y la dejó en una incubadora.

(...)

—¿Y bien? —preguntó el anciano.

—Es mitad humana, pero nació con las características esperadas.

—De acuerdo, en cuanto se encuentre estable, comiencen con el tratamiento.

(...)

—Mira al frente —pronunció el anciano en un tono monótono.

La pequeña de unos tres años lo hizo, confundida.

Le sacó una foto y luego dejó la cámara sobre un estante.

—¿Recuerdas lo que te enseñé?

Ella asintió con la cabeza.

—Repítelo.

—Hace treinta y cinco años, un hombre con grandes ambiciones...

La escuchó narrar lo que le había enseñado el día anterior, evaluando de esa forma su inteligencia, su memoria.

La cámara siguió filmando, mientras la pequeña de ojos azules seguía hablando, nombrando fechas, nombres, lugares, con total exactitud y precisión, tal como se lo habían enseñado.

—Suficiente —le dijo el hombre—. Ven conmigo.

************

La niña se miró en el espejo y éste le devolvió el reflejo del rostro de la mujer que sabía que era su madre, aunque ella siempre se lo negara.

Se miró a sí misma y no vio más que un rostro blanco y pequeño, de intensos ojos y oscuro cabello que le enmarcaba el óvalo de la cara y caía en ondas sobre los hombros diminutos.

Aparentaba ser una niña de siete años, pero apenas hacía ocho meses que había venido al mundo. Si hubiera podido convivir con otros niños, se habría percatado de cuán anormal e imposible era su brutal y precipitado crecimiento.

Pero la mantenían oculta del mundo como quien oculta un tesoro, y en el escaso tiempo de vida que llevaba no conocía otra persona que no fuera ella, su madre, el anciano y los hombres de batas blancas.

Secretos de un ShaneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora