Me llamo Lázaro, y he de decir que antes de casarme yo estaba muy a gusto solo. Un corazón que no ama es un corazón que no sufre.
Sí, estaba muy a gusto solo. Pero ya se sabe que las redes del amor —o lo que suponemos que es el amor— atrapan a todo el mundo tarde o temprano. Sin excepciones.
Ahora pienso que tal vez la estúpida providencia podría haberme dejado en paz. Parece que a este mundo todos venimos a sufrir.
Mi nombre, como digo, es Lázaro, el que resucita. Lázaro Montoya. Mis padres tenían un macabro sentido del humor.
Todo este monumental embrollo empieza a mis treinta y ocho. Hacía cuatro años que me había casado. Ana Barral y yo nos conocíamos desde niños, y la amistad, como era de esperar, condujo a lo inevitable. Las dichosas redes del amor. Su padre, un individuo impertinente y grosero donde los hubiera, era un militar retirado que se entretenía a diario molestando al personal de la residencia del Ejército e interviniendo, sin venir a cuento, en todas las conversaciones. Encantador.
Nos establecimos en una zona tranquila de la ciudad, en un ático con una gran terraza donde enseguida comencé a sembrar todo tipo de plantas. Odiaba las lechugas, con lo que evitaba a todo trance plantarlas.
Mi peculiar huerto urbano era la envidia de nuestras vecinas, una insufrible patulea de cotillas cuya principal afición era la de ver los culebrones venezolanos de la tele. Eso, cuando no había nada por lo que despellejar al prójimo. El célebre deporte nacional encontraba su paradigma en nuestra comunidad de vecinos.
No pasó mucho tiempo antes de que mis tomates, mis habas y mi bonito perejil fueran el blanco perfecto de todas las críticas. Aunque esa, naturalmente, es otra historia.
Siempre he odiado, odio y odiaré trabajar; la indolente sociedad en la que nos obligan a sobrevivir exige que trabajemos para poder hacerlo. Así pues, tuve que aceptar un empleo tras otro, la mayoría en el campo, un contrato leonino tras otro, y mi mujer se vio forzada a hacer lo mismo.
Ana nunca ha sabido comportarse bien sin un trabajo que la mantuviera entretenida. Yo, por el contrario, escribía en mis ratos libres. Me apasionaba escribir, y me sigue apasionando. La literatura ha sido mi pasado, es mi presente y será mi futuro. Hasta la fecha nunca he dejado de escribir. Cuando deje de hacerlo, estaré preparado para irme feliz al otro mundo.
Sin embargo, para Ana no era así; el ocio continuado la llevaba a pensar y a hacer muchas más tonterías de las que yo estaba dispuesto a digerir, causa por la que, más pronto que tarde, comenzamos a tener riñas, las clásicas discusiones de pareja que terminaban con un llanto femenino, una disculpa y un polvo salvaje en cualquier parte de la casa o fuera de ella.
Tales arreglillos no duraron demasiado. Las broncas se volvieron frecuentes.
Y entonces, durante lalluviosa primavera de aquel año, apareció ella.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...