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Estaba activa en el chat. El corazón se me puso a galopar en el pecho.

Hube de darme una pequeña bofetada para templar los malditos nervios. ¿Por qué me ponía así? ¡Ni siquiera tenía que mirar a esa chica a la cara!

«Vamos, tranquilízate —me reprendí, mientras escudriñaba la bandeja de entrada para dar con el mensaje de Nazaret—. Por el momento no es más que un montoncito de palabras bien puestas. No le tengas tanto miedo. No es nadie. Y tú para ella tampoco.»

Lamento haberme marchado como lo hice —decía—. Tuve que irme un poco apresuradamente y no me despedí.

«Una chica educada —pensé, sonriéndole a la pantalla como el idiota feliz que estaba empezando a ser—. Es posible que casi sin pretenderlo haya encontrado a alguien especial. Alguien diferente.»

Me apresuré a responder a su mensaje, en gran parte por temor a que se me volviera a escapar.

No te disculpes. Yo también debería hacerlo.

Enviar.

Su contestación fue casi inmediata.

¿Disculparte por qué?

—Fui un poco impertinente —respondí.

—Tal vez, pero no tiene importancia. Ni siquiera me había dado cuenta.

—Empatados, entonces.

Transcurrieron unos segundos que a mí me parecieron horas. Ya comenzaba a temerme lo peor cuando Nazaret volvió a escribirme, y esta vez con una fotografía adjunta. En ella aparecía una mesa redonda, de terraza, y sobre ella un cuaderno abierto, unos libros y una copa con un líquido granate. Vino o vermut rojo, no estaba seguro.

¿Te apetece un trago? —me tentó.

—Vaya pregunta —contesté, cada vez con la sonrisa más ancha y bobalicona—. Claro que me apetece.

—¿Cerveza, vermut, tinto...?

—Cerveza, por favor.

Me encantaba aquel juego. Cada uno de nosotros, en su casa, estaba jugando a tomar algo con el otro, como dos amigos que quedan en un bar.

Nazaret me mandó otra foto, una de un botellín verde de cerveza. Deduje que la había sacado de su frigorífico exclusivamente para hacerle una foto y mandármela a mí.

Me sentí de lo más halagado. Tanta molestia por un tío al que no conocía ni había visto en su vida. En esos momentos me pregunté por qué los seres humanos somos capaces de hacer las mejores cosas por aquellos a quienes no conocemos. ¿Cuestión de confianza, de fe, o de ambas cosas?

Eres una chica muy detallista —traté de piropearla.

Cuestión de usar los ojos y la cabeza.

—Algunos, aunque tengamos cabeza, no la usamos —bromeé.

—Eso me lo creo —comentó ella desde el otro lado.

Veo que te gusta leer, pero también escribir —tecleé, arrimando más la butaca al escritorio—. Tienes un cuaderno en la mesa.

—Sí, me apasiona.

«Pasión. —Mi mente echó a volar como un pájaro que escapa de su jaula—. Habla de pasión.»

¿De verdad podría hablar de eso con una completa desconocida?    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora