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Las tripas me dieron un salto al leer aquellas cuatro palabras. Me sentía eufórico, como si alguien me hubiera inyectado gaseosa en vena; algo, una emoción hasta entonces nunca paladeada, me burbujeaba por dentro y me provocaba hormigueos en el estómago.

¿De verdad quieres eso? —escribí, cada vez más cerca del borde de la butaca. Como continuase así me caería de culo, y aún peor, con una sonrisa estúpida en los labios.

¿Y por qué no? —me replicó Nazaret pasados unos segundos—. La mejor manera de conocer a una persona es dejar que esa misma persona hable de sí misma.

—Estoy de acuerdo —dije, sonriendo como un tonto—, aunque no todo el mundo dice la verdad. Todos podemos mentir.

—Ese no es mi problema. Puedo creer lo que me dicen, pero no implicarme en ello. Así los posibles engaños no causan todo el dolor que podrían causar.

—¿Y cómo consigues no implicarte? —pregunté, intrigado.

Guardando mi corazón a buen recaudo.

Me quedé inmóvil durante un momento, pensativo, un poco impresionado. Nazaret era tan cautelosa por miedo al dolor, acababa de dejármelo muy claro.

Te han hecho daño, ¿verdad? —tecleé, en un arrebato de osadía—. Te han hecho daño y ahora estás a la defensiva por si vuelve a ocurrirte lo mismo.

La contestación de Nazaret no tardó en llegar.

—¿Y a quién no le han hecho daño nunca? Hay que vivir en mitad del campo para evitar sufrir por amor.

—¿Ese es tu caso? —pregunté. Tenía los cinco sentidos puestos en la maldita pantalla del ordenador. El chat de A.O.L. era en esos instantes todo lo que me importaba en el mundo.

¿Te molestaría?

—En absoluto —me apresuré a aclarar—. Me gusta mucho el campo. Tengo un pequeño huerto urbano que es la envidia de los vecinos.

—Vaya —escribió Nazaret—. ¿Un huerto urbano?

—Tengo tomates, pimientos, algunos ajos... —enumeré, emocionado—. Se me da bien.

¿Por eso te envidian los vecinos?

—Por eso y por más cosas. Digamos que soy un hombre poco corriente. Ya se sabe que lo extraño siempre pone nerviosos a los mediocres.

—Lo daré por cierto. 

Otra vez se burlaba de mí. Nazaret sabía jugar a un tira y afloja que sinceramente me volvía loco. Sabía encandilar, enternecer, enervar, intrigar, cabrear e incomodar, todo a la vez. Era dulce y dura al mismo tiempo, y extraordinariamente inteligente. Era especial, terriblemente especial.

Has de creerme. No soy como los demás.

—Te creo, Lavery. No sé por qué, pero te creo.    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora