Ana volvió del trabajo de un humor espantoso, mucho peor que otras veces. Mucho, mucho peor, con diferencia. Yo podía responder a su hermana, al búlgaro, al niño o incluso responderla a ella misma. Si se me antojaba podía tratarles a todos ellos a patadas, y mis actos solo quedarían reflejados en los archivos hipermnésicos de mi mujer, pero bajo ninguna circunstancia podía contestar a Mateo; el viejo era una especie de patriarca gitano, intocable, incuestionable y, bajo mi punto de vista, perfectamente prescindible. Nadie osaba replicar a sus impertinencias: sus hijas eran las primeras en defenderlo.
Ésa era la razón de que Ana volviera hecha una verdadera furia. Yo, que además no pertenecía a la familia en el sentido estricto, había mandado a tomar por culo al abuelo Mateo, algo imperdonable para el clan, y tendría que pagarlo. Por cojones.
—¿A ti te parece normal decirle eso a mi padre, Lázaro? —vociferó Ana desde el salón.
Yo estaba en la cocina, intentando que la cólera no se me derramara por la boca en forma de improperios, si bien nada me apetecía tanto como decirle cuatro cositas de Mateo a su hijita del alma.
—Muy normal —contesté, sumido en una lucha a muerte conmigo mismo.
Ana se precipitó a la cocina convertida en una turbonada de ira. Me miró como una demente peligrosa, como si yo acabase de confesar un asesinato y ella tuviera que decidir si delatarme a la policía o no.
—¿Qué has dicho?
Yo le dediqué una mirada cargada de intención, y no precisamente buena.
—Que es normal teniendo en cuenta que fue él primero quien me tocó los cojones —aclaré con toda la firmeza de que hice acopio.
—¿Es que no le conoces? —soltó Ana en un chillido histérico—. ¡Mi padre es como es! ¡No hay que hacerle ni caso!
—Hablas igual que Molinero. Os creéis que así va a cansarse y a dejar de hacerlo.
—¡Tarde o temprano lo hará!
Alcé las cejas y le lancé un gesto escéptico.
—Si no ha aprendido en todo este tiempo, dudo mucho que vaya a aprender ahora.
—Nunca le has dado la oportunidad de hacerse comprender —me recriminó Ana, como escupiendo cada palabra con verdadera aversión. Aversión hacia mí.
—¿Acaso me la ha dado él a mí? —me defendí, encogiéndome de hombros.
—¡Bueno, vale ya! —exclamó Ana, al borde de un ataque de nervios—. ¡Pareces un niño pequeño!
En aquel punto de la discusión de pronto me sentí terriblemente cansado. Cansado como de costumbre, de Ana, de sus pataletas, de mi vida y de la amargura que todos se empeñaban en inyectarme en el alma.
No quise pelear más. Salí de la cocina, zanqueé por el pasillo y me encerré en mi estudio. Atrás quedaba Ana mascullando palabras indefinidas, pero no le hice el menor caso.
Eché un vistazo rápido al estudio antes de sentarme a escribir el relato en el que trabajaba desde hacía unos días.
Por fortuna había escondido allí la botella de Ravini rojo antes de que Ana apareciera. A salvo del peligro.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...