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Hay placeres que solo los escritores o los lectores de pura cepa pueden comprender. Y uno de ellos —no digo que sea el mayor porque tal vez sea exagerado— es poder quedar con una mujer maravillosa en una librería. Un lugar como ese es sin duda un camino a la felicidad.

La Librería Minerva se encontraba en una angosta callejuela empedrada, situada en el viejo corazón de la ciudad: la calleja de las Ánimas. Allí había una vetusta iglesia románica, la de San Juan, y un convento de monjas carmelitas.

Aquella tarde Ana tenía pensado volver a salir con las arpías de sus amigas, puesto que era sábado, el día elegido por mi mujer para soltarse la melena y pasárselo bien conmigo o sin mí. Tanto mejor.

Llegaría probablemente de madrugada, exhausta y con una tajada monumental. Y a mí me tocaría levantar la tapa del inodoro para que pudiera vomitar hasta quedarse con la garganta rota y las tripas vacías. Como si lo viera.

Mientras me dirigía a la librería reflexionaba sobre mis propios sentimientos, sobre lo que le diría a Nazaret para consolarla de la amargura que, seguramente, estaría comiéndosela por dentro.

Me puse en su lugar casi sin darme cuenta. Me dije que yo ya me habría vuelto loco. Ella me había dicho que se escondía de las mentiras del mundo, por lo que deduje que habría sufrido lo suyo en el pasado. No sabía de qué podía tratarse, pero estaba decidido a averiguarlo. Sí, Nazaret tendría que explicarme algunas cosas.

Si de verdad lo había pasado tan mal, ¿cómo podía enredarse con un tipo casado? Yo le estaba ofreciendo más mentiras, esas mismas mentiras que suele decir el mundo para mantenerse como está. No sabía si era una valiente o una insensata.

Aunque quizá fuese ambas cosas. Quizá la promesa del amor nos lleve a todos a arriesgar más de lo que nos dicta el sentido común.

Cuando localicé la bonita fachada de la Librería Minerva el corazón me dio un vuelco. Estaba pintada de azul medianoche y oro viejo, y tenía un encantador escaparate de cristal emplomado. La gente entraba y salía en una marea incesante.

Se trataba de una librería low-cost. Allí se compraban y vendían libros a precios muy asequibles. Parecía tener una nutrida clientela.

Sonreí como un bobo soñador. Aquélla era la guarida ideal para una mujer como Nazaret. Las gemas más valiosas son siempre las más difíciles de encontrar, ¿no es así?

Mis pasos me llevaron irremediablemente ante el cuidado escaparate. Había montañas de libros, unos nuevos y otros viejos, bien conservados y primorosamente colocados para hacerlos vistosos. Los ojos se me llenaron de promesas. Veía portadas irresistibles y títulos aún más irresistibles. Palabras silenciosas que sin embargo decían mil cosas.

Tan embebecido estaba en la contemplación del saber que no caí en que alguien me observaba desde el umbral de la puerta.

—Buenas tardes, Lavery. 

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora