—¿Romántico? —pregunté, perplejo y con cara de bobo—. Nena, no sé si eres consciente de lo que digo.
—Lázaro, escúchame bien —me dijo, de pronto seria como una jodida esfinge—. La libertad deja de ser libertad en el momento en el que ésta hiere a alguien inocente. —Hizo una pausa breve y luego siguió diciendo—: Hasta ahora yo he jugueteado con hombres, hombres de A.O.L., es cierto. He tenido sexo virtual con ellos y más de uno me ha pedido una cita real.
—¿Cuándo ha sucedido eso?
—Hace poco —respondió llanamente—. La cuestión es que ya no quiero seguir. No al menos hasta que vea que lo nuestro puede llegar a alguna parte.
La miré otra vez con unos ojos como platos.
—¿De modo que...?
—He dejado de hacerlo, sí —me aclaró ella esbozando una tímida e irresistible sonrisa—. Considero que es una falta de respeto hacia ti.
En principio, una euforia indescriptible me invadió por dentro como una violenta fiebre tropical. Nazaret ya no tenía amantes virtuales, lo cual significaba que me pertenecía, que la tenía para mí solo, que me había ganado su exclusividad.
Sin embargo, la euforia no duró más que unos cortos instantes; en su lugar apareció un odioso sentimiento de culpa. Nazaret había cortado limpiamente con todos aquellos sujetos a los que no conocía, y lo había hecho por mí, sin necesidad de que nadie, ni siquiera yo, tuviera que decírselo. Sin duda, alguno de ellos habría merecido la pena, pero Nazaret había decidido apostar por mí, aun a sabiendas de que yo tenía esposa.
—¿Los has dejado por mí? —pregunté, sumido en un mar de sentimientos encontrados.
Ahora era ella la que me miraba a mí con la extrañeza pintada en la cara. Me moría por saber qué cosas se le estarían pasando por la cabeza en esos momentos.
—¿Es que esperabas otra cosa? —quiso saber, los ojos entornados y la boca torcida en un curioso mohín.
—Esperaba que los mantuvieras, por poco que a mí me gustase.
—¿Y por qué los iba a mantener?
—Por diversión, supongo.
Ella soltó un suspiro quedo. Cuando habló de nuevo, su voz se volvió gutural.
—El sexo virtual no es una diversión inocua, me temo —explicó, con la paciencia de una maestra que le imparte una lección a un alumno especialmente torpe—. A ti no te lo parece, ¿verdad?
—No, no me lo parece. Es peligroso.
—Entonces, ¿por qué creías que yo iba a mantener a esos hombres?
Enseguida me di cuenta de que me había tendido una trampa. Y yo había caído como un tonto.
Tenía que poder salir del atolladero de una forma más o menos elegante.
—No lo sé —terminé contestando—. Quizá porque confío en tu sentido común.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...