Recuerdo que, por aquellos días, el libro que ocupaba mi mesita de noche, y que me tenía sorbido el seso, era Lolita, de Nabokov. ¿En qué momento un escritor corriente se transforma en un genio?
Hoy, a mis años, y después de haber publicado un considerable número de novelas, sigo pensando que, efectivamente, el ínclito ruso fue un genio.
Lolita, sí. Pocos libros me han marcado tan a fuego como ese. Quizá porque, en parte, se trate de la historia de mi vida.
La poderosa narrativa de Nabokov me llenaba la mente por completo. Uno de mis días libres, mientras Ana se encontraba con sus ancianos —por entonces trabajaba en asistencia social—, yo salí de casa en dirección a la Biblioteca Pública; vivía relativamente cerca de ella y me era fácil ir andando.
A cada paso que daba, sentía que las tribulaciones del personaje principal me invadían por dentro, que se hacían parte de mí. Me gustaba sentirme enajenado, alienado, absorbido. Sin comprenderlo del todo, anhelaba desde el fondo de mi corazón que en mi vida apareciera una Lolita, alguien que realmente cambiase mi existencia de un modo radical.
Ana se estaba volviendo inaguantable. Discutíamos por todo y me regañaba por cualquier minucia. No me permitía respirar. Me ahogaba. A menudo me acosaba con llamadas a todas horas, me mandaba mensajes en mitad del trabajo y, cuando volvía a casa, procuraba hacer notar sus enfados lanzándome miradas frías y contestando a mis preguntas con secos monosílabos. Nunca sospeché que aquellas reacciones pudieran esconder otra cosa.
Yo necesitaba escapar, evadirme, volver a sentir la libertad que había perdido cuatro años atrás.
Caminaba con la ansiedad borboteando en mis entrañas y mis sentidos a flor de piel; de alguna forma me parecía estar dirigiéndome hacia mi libertad. Los libros nos pueden cambiar la vida, y ¿qué mejor modo de cambiarla, que acudiendo a una biblioteca?
Empezó a diluviar en el mismo instante en el que alcanzaba la puerta acristalada del edificio, bajo cuyo alero procuraban refugiarse del aguacero tres jóvenes que fumaban cannabis sin molestarse en disimular.
Al entrar, una bibliotecaria escuálida sentada detrás del mostrador levantó sus ojos miopes de los papeles que sostenía en las manos y me miró con semblante avinagrado. Parecía incómoda.
—¿Puedo ayudarte en algo? —me preguntó, con una voz cascada, como de gallina vieja.
—No —gruñí yo, hastiado—, gracias.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...