¿Dónde diablos tendría el micrófono para conectarlo al maldito portátil? Si ella me había mandado un audio, también yo quería mandarle uno.
Me puse a rebuscar por los cajones del escritorio como si hubiera perdido la chaveta. ¡Nazaret no podía quedar por encima de mí!
Antes de que pudiera encontrar el dichoso micrófono observé que ella enviaba un nuevo mensaje.
—¿Te ha dado un síncope, Lavery?
Me puse a patalear el suelo mientras soltaba una carcajada. La imaginaba al otro lado de su ordenador, sonriendo malignamente y sacándome la lengua.
—No te burles de mí —pedí, tecleando con la rapidez propia de un lunático—. No encuentro mi micrófono.
—¿Para mandarme otro audio?
—Esa era la idea, pero el muy cabrón no aparece por ninguna parte.
—¿Y por qué no te descargas la app de A.O.L. en el móvil? —me propuso Nazaret.
La cara que puse debió ser de chiste, con la boca desplomada y los ojos fuera de las cuencas. ¿De verdad había una aplicación de A.O.L. para móviles?
—No sabía que existía una app de esto.
—Pues la hay —me instruyó Nazaret—. Es muy parecida a WhatsApp, solo que relativa a A.O.L., y sin tantos usuarios.
—¿Cómo se llama? —pregunté.
—AOLine —me respondió ella.
—AOLine —murmuré, sin apartar la vista del chat.
—¿Y podremos mandarnos audios? —quise saber.
—Al igual que con WhatsApp —dijo Nazaret—. Se pueden mandar fotos, audios y vídeos.
El mundo que se estaba abriendo ante mí me parecía cada vez más fascinante y a un tiempo abrumador. Yo era un tipo de la vieja escuela, un hombre para quien la palabra «ligar» significaba ir a la discoteca, intentar cazar a la más borracha y follársela.
En cambio, Nazaret pertenecía a una generación de jóvenes para los que la misma palabreja podía tener multitud de interpretaciones. Se ligaba en las discotecas, claro, pero también en los conciertos, en las manifestaciones, en los cursos de Reiki y de yoga, y por supuesto a través de internet, cosa que yo intentaba hacer desde que me había creado un perfil en Art Of Love.
Lo que no sabía era si me estaba dando resultado con Nazaret.
—¿Qué haría yo sin ti? —me burlé, tras lo que busqué el emoticono de una carita sacando la lengua y también se lo mandé.
Supe que aquello le había hecho gracia cuando me mandó otro emoticono, esta vez una cara partiéndose de risa.
—Ya te habrías suicidado —se aventuró a escribir.
A punto estaba de contestar con otra broma cuando oí que Ana regresaba del trabajo. Me llevé un susto de muerte.
Mis dedos teclearon a toda velocidad una despedida para Nazaret.
—Viene mi mujer. Tengo que dejarte. Seguimos en contacto, si tú quieres. Besos.
ESTÁS LEYENDO
Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...