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—No deberías haber gritado así a Daniel —me reprendió cuando por fin nos quedamos solos.

El maldito cumpleaños fue un desastre. A Ana no se le pasó el enfado en todo el santo día, el inmenso búlgaro se bebió hasta la última gota de alcohol que quedaba en casa, Teresa solo estuvo atenta al móvil, y el niño, Daniel, se comportó como un auténtico incivil.

—No, es cierto —gruñí, cada vez más encabronado—. No tendría que haber sido yo, sino su madre.

—No ha sido para tanto.

—¿No? —protesté, encogiéndome de hombros—. ¿Saltar por los sillones no es para tanto? ¿Intentar tirar al suelo mi ordenador portátil no es...?

—Es solo un niño, Lázaro —me interrumpió Ana, con un timbre agudo que indicaba que estaba a punto de chillarme—. Son cosas de niños.

Me callé con otro gruñido de mal humor. No necesitaba en esos momentos las riñas beatíficas de nadie, y menos las de Ana, que por norma general tenían cierto tono condescendiente que me resultaba ofensivo. En muchos aspectos ella se sentía superior a mí, en especial cuando se trataba de asuntos de familia o de amigos. Su jodida costumbre de hablarme como a un niño pequeño era para mí cada vez más inaguantable.

—Se convertirá en un psicópata cuando crezca —escupí en un arranque de mala leche, mientras fregaba los cacharros en la pila de la cocina—, como Teresa.

Craso error. Ana se acercó lentamente a mí, como si me acechase.

—¿Estás llamando loca a mi hermana?

En principio no supe cómo responder a eso. Aún más, sabía lo que quería decir, pero la expresión fiera de Ana me acobardaba. La conocía bien, y sabía que explotaría en cualquier momento. Formaría una escena y yo quedaría como el malo de la película. Ella interpretaría el papel de maltratada; yo, el de maltratador.

—Tienes que admitir que muy equilibrada no está —tanteé, no muy seguro de si mis palabras la sentarían mal o peor que mal.

—¡Es mi hermana, joder! ¿Eso piensas de ella?

«Ya está», pensé. Apreté los labios y resoplé como un animal exhausto. Mis ojos no se despegaban del jabón blanco que me impregnaba las manos. No quería enfrentarme a la furibunda mirada de Ana por nada del mundo. Era un maldito cobarde, pero ¿qué culpa tenía? Todo se estaba yendo a tomar por culo con una rapidez pasmosa.

—El hecho de que sea tu hermana no la hace menos loca. Los locos también tienen hermanos. —Ana abrió la boca para volver a gritarme, pero yo la frené de golpe con un movimiento de la mano—. No me apetece discutir ahora, Ana —dije, dejándola con la boca abierta—. En serio, no quiero oír tus putos sermones.

Y dicho aquello me sequé las manos, le di la espalda a Ana —que había empezado a llorar con un desconsuelo de lo más estudiado—, me perdí por el pasillo y me fui a mi estudio.    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora