23

233 24 0
                                    


¿Cómo te llamas en realidad, Lavery? —me preguntó entonces.

Me quedó muy claro que por el momento no estaba interesada en el sexo. Mi excitación menguó un poco. Sin embargo, lo que creció entonces hasta lo indecible fue mi excitación mental. Necesitaba saber más de Nazaret Alcázar con verdadera desesperación.

Me llamo como ese tío que resucitaba en la Biblia.

¿Lázaro?

—El mismo.

—Empezaré a llamarte el renacido.

Ríete de mí si quieres, pero estoy comenzando a sentirme así —escribí, con el corazón en un puño.

¿Y eso por qué?

Cacé sus intenciones al vuelo. Demasiado fácil. Estaba haciéndose la tonta, y trataba de descubrir qué era yo y cómo tenía las entretelas. Muy lista, pero también muy previsible.

¿Acaso tú no te sientes más viva charlando con los chicos de la página?

—Depende —me contestó.

¿De qué?

—De que esos chicos merezcan la pena como personas.

Interesante, muy interesante, Nazaret.

Entonces no es del todo cierto lo que me dijiste. No buscas sexo.

—Tampoco es del todo mentira —se defendió ella—. Dije que necesitaba estímulos, pero no que fueran exclusivamente sexuales. El sexo en sí mismo no me interesa ni lo más mínimo, a no ser que vaya acompañado de otra cosa.

Ya preparaba un comentario para enviárselo cuando ella escribió otra cosa, algo que me dejó de lo más sorprendido:

Bueno, ya puedes bloquearme. ¿A qué esperas? Arriba, a la derecha. No tiene pérdida.

Me pareció desconcertante la manera en que me despedía, tan fría, tan mordaz. Era la despedida de una persona resignada a la soledad.

¿Por qué crees que quiero bloquearte? —pregunté, mis dedos prácticamente echando humo sobre el teclado y mi boca tan seca como el papel de lija—. Ahora mismo es la última cosa que desearía. Solo de pensarlo se me revuelve el estómago.

Enviar. Esperé ansioso su respuesta, como un auténtico drogadicto en busca de su chute diario. Dos segundos. Luego tres. Cuatro. Cinco malditos segundos de espera.

Comencé a morderme el jodido padrastro, pero al instante dejé de hacerlo cuando, por fin, Nazaret se dignó a escribirme de nuevo.

Todos quieren sexo.

Era una explicación demasiado lacónica. Demasiado amarga. Sentí que la rabia se apoderaba de mí. «¿Qué te han hecho, Nazaret? —reflexioné mientras tecleaba una respuesta a toda velocidad—. ¿Cómo puede nadie hacerte daño a ti, mi perla preciosa?»

Yo no quiero solo sexo —aseguré.

—Tenía esa intuición. Pareces especial. Por eso sigo aquí. 

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora