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Aún me encontraba en el estudio, escribiendo como un demente, cuando Ana regresó a casa.

Tras la segunda despedida de Nazaret —sin duda mucho más agradable que la primera— una fiebre literaria ya olvidada hacía mucho tiempo hizo presa de mí. Necesitaba escribir. De alguna forma el alma me pedía a gritos enfrentarme una vez más a la temida página en blanco.

No quería volver a sentirme derrotado. Todavía no.

No sería tan fácil vencerme.

—Cariño, ya estoy aquí —escuché que me decía mi mujer desde el vestíbulo. No me pasó desapercibido el tono gangoso de su voz; debía de venir medio borracha.

No sé por qué, sentí asco. Yo también bebía con asiduidad, de modo que no había una razón lógica para que ahora me asqueara la tajada de Ana. Y sin embargo no podía negar mi repulsión. ¿De verdad estaba cambiando tanto en tan poco tiempo? ¿Me estaba volviendo un hombre íntegro, un hombre recto?

Mis pensamientos se diluyeron en el aire cuando los ruidos que iba haciendo Ana por el pasillo me devolvieron a la realidad.

—¿Estás en el... estudio? —balbuceó entrecortadamente, ya a medio camino de mi amado refugio.

Soltando un suspiro de hartura, apagué el ordenador portátil, me levanté de la butaca y me puse los pantalones; si me presentaba desnudo ante Ana bien podía querer sexo, y eso era precisamente lo que no quería yo en esos momentos.

Mejor no dar motivos para el deseo.

Cuando salí del estudio me encontré con que Ana avanzaba hacia mí dando tumbos y haciendo verdaderos esfuerzos por no caer redonda al suelo.

Sí, decididamente había bebido más de la cuenta. Mucho más.

Eché a correr hacia ella y la sostuve justo a tiempo de evitar que se desplomara. Apestaba a tequila barato. Repugnante.

—¿Me has echado mucho de menos? —barbulló, intentando disimular su lamentable estado de embriaguez.

—Un poco —mentí forzando una sonrisa que no quería decir absolutamente nada. «Demasiado poco», pensé con una mezcla de desconcierto y pena. ¿Por qué iba a negarlo? Toda aquella situación me daba pena, tanta que no me atrevía a confesármelo a mí mismo.

Ana hizo el amago de vomitar, y yo prácticamente la llevé en volandas hasta el cuarto de baño. Abrí la tapa del inodoro y la incliné sobre él.

El hedor agrio propio del vómito invadió el aire mientras mi mujer echaba lo poco que tenía en el estómago. Lo curioso es que no aparté la mirada. Ella había tenido que hacer lo mismo conmigo infinidad de veces, sobre todo en las últimas semanas.

Y nunca se apartaba de mí. Nunca se apartaba de mi lado.

Ahora mi deber era no apartarme del suyo. Pero eso no significaba que siguiera queriéndola.

Solo significaba que debía aclarar las ideas.

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora