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Para un hombre con una sensibilidad como la mía, la imagen de una mujer como Nazaret Alcázar en un entorno así de paradisíaco suponía una verdadera conmoción. No pude apartar la vista de ella en un buen rato, incapaz de creer que ante mis mismas narices pudiera darse tanta belleza.

Aunque hacía algo de frío, Nazaret no estaba abrigada. Llevaba una camisa holgada de color salmón con los puños bordados, unos pantalones vaqueros bien ceñidos y unas botas altas. Su pelo, suelto y salvaje como siempre; su semblante, sereno y concentrado.

De alguna manera debió de presentir que yo acababa de llegar, dado que levantó los ojos y miró directamente hacia mí.

«¡Qué lista eres!» Sonreía embobado. Sentí el impulso de levantar una mano y saludarla. Hice el amago, sí, pero al final me contuve. No me parecía muy adecuado mostrarme alegre cuando ella me había citado allí para disculparse conmigo.

Un instante después observé que ella se levantaba del banco de piedra, cerraba el libro y se metía en la casa por una puerta doble, igualmente pintada de añil.

Yo me metí en el coche y continué a lo largo del camino; unos metros más adelante este torció a la izquierda y se internó en una espesa arboleda de robles.

Por fin, los árboles quedaron atrás y aparecieron unos altos pastos de increíble color verde esmeralda. Y la casa se hallaba en medio, rodeada de flores y de árboles, de viejas estatuas cubiertas de moho y líquenes, de vetustos aperos de labranza que alguien había abandonado allí hacía muchos años, y que el paso del tiempo estaba volviendo herrumbrosos.

A mano izquierda, escondido entre ailantos y grandes macetas con aspidistras y rododendros, hallé un viejo invernadero de tejado picudo adornado con algunos objetos de estilo Art Nouveau. Supuse que aquellos detalles eran cosa de Nazaret.

Aparqué el coche a unos metros de la casa. Cuando salí, el aire frío de la tarde inundó mis pulmones. Olía a una mezcla de perfumes florales, tierra mojada y comida casera.

Un portón de madera oscura, coronado por un viejo arco de medio punto, en cuya parte superior constaba un año que no alcancé a distinguir, cedió suavemente hacia adentro.

En el umbral apareció Nazaret.

Mis tripas se retorcieron de inquietud. Volvía a estar en presencia de una mujer que podía poner toda mi vida patas arriba. De hecho ya lo había logrado antes.

Observé su gesto mientras me aproximaba. Estaba seria, cavilosa, más tiesa que el palo de una escoba, pero una ligerísima curva en sus labios me hizo pensar que estaba contenta de verme. Su maldito orgullo la impedía demostrarlo.

—De modo que has conseguido escaparte —me dijo por todo saludo, encogida de hombros.

—¿Cómo no iba a hacerlo?—pregunté, sin disimular una sonrisa. 

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora