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Unos días después, como era de esperar, volví a la casa de Nazaret Alcázar. Había adoptado como una costumbre deliciosa regresar allí una y otra vez, regresar a mi paraíso particular, como un hijo pródigo que regresa al hogar tras sufrir un considerable número de penurias.

Cada vez que recorría aquella sinuosa carretera, entre árboles reverdecidos y frondosos matorrales, me parecía estar de camino a la gloria.

Llegué allí con una sonrisa en los labios y el corazón henchido de amor. Al verla, percibí que estaba inusualmente blanca; más aún, estaba lívida y ojerosa, como si hubiera dormido mal esa noche, si bien trataba de disimularlo rehuyendo la mirada y escondiendo el rostro.

Supe que ocurría algo en cuanto la vi.

—¿Qué pasa? ¿A qué viene esa cara? Pareces asustada.

—No pasa nada grave. —Nazaret me miró a los ojos y me sonrió con su característica dulzura—. No quiero que te preocupes innecesariamente.

—Pero ha pasado algo, ¿verdad? —insistí, cada vez más alarmado. La sonrisa de Nazaret desapareció—. Vamos, cuéntamelo. Tengo derecho a saberlo, Nazaret. Soy tu... —Me detuve de sopetón. No supe cómo terminar. ¿Qué era yo para ella? ¿Qué era para mí?

Nazaret dio muestras de haber entendido mis súbitas dudas. En realidad no éramos gran cosa, acaso dos personas unidas por un amor imposible de pregonar a los cuatro vientos.

—Ayer me mandaron una carta del hospital —explicó, bajando la vista.

Un frío de muerte se apoderó de mí y me paralizó hasta el último músculo del cuerpo. Hospital. La puñetera palabra me puso el alma en vilo en una fracción de segundo.

—¿Del hospital? ¿Qué es lo que...?

—Cada cierto tiempo suelen hacerme una revisión, por lo del corazón —contestó Nazaret—. Es algo rutinario, solo que yo no termino de acostumbrarme. Además no esperaba que me avisasen tan pronto. Me han pillado desprevenida, eso es todo.

—¿Cuándo fue la última revisión? —pregunté tras unos silenciosos instantes de reflexión.

—Hace tres meses. —Hizo una pausa y después continuó—: Ha transcurrido muy poco tiempo. —Se aproximó a su escritorio, cogió la carta y volvió junto a mí para mostrármela—. Léela tú mismo.

Cogí el papel y lo leí prácticamente de un tirón. En él, un cardiólogo de respetable nombre explicaba que era necesario que Nazaret regresara al hospital para realizar una serie de pruebas; en ninguna parte decía que fuesen pruebas anómalas o que requirieran cierta urgencia. Era, usando sus propias palabras, simple rutina.

Sin embargo no estaba del todo tranquilo.

—¿Cada cuánto suelen avisarte?

—Cada medio año.

Me quedé pensativo. Sí, realmente había pasado poco tiempo desde la última vez. Nazaret tenía razón al preocuparse.

—Aquí dice que tienes que ir mañana. Quisiera acompañarte si me lo permites —me ofrecí, casi sin pensar.    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora