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A la mañana siguiente abrí los ojos en el más completo y perturbador silencio. Incluso aún medio sumergido en los vapores del sueño, percibía que aquel silencio no era normal, máxime cuando yo mismo había programado la alarma de mi teléfono móvil para las ocho en punto.

Por norma general yo no era nada madrugador, y por tanto me costaba un triunfo levantarme de la cama; la alarma de mi móvil no era en absoluto suave, sino un timbrazo estridente y machacón que acababa despertando hasta a los muertos.

Cuando yo dormía, lo hacía a conciencia.

Por esa misma razón me resultó tan sumamente raro despertarme en mitad de una quietud tan intensa como la que reinaba en la casa. Dicho de otra manera: me desperté con miedo.

Alargué la mano y palpé la superficie de la mesita en busca de mis gafas. Las encontré donde recordaba haberlas dejado, me las puse y me estiré perezosamente en la cama. Percibí un gran hueco a mi lado y deduje que mi mujer ya debía haberse ido a trabajar.

Una espantosa asociación de ideas. Las tripas me dieron un salto. Un recuerdo. Nazaret Alcázar. ¡Ay!

Abrí los ojos de nuevo y giré la cabeza para localizar el reloj despertados: las nueve menos cuarto.

La alarma no había sonado.

El horror dio paso a una cólera ingobernable. ¿Qué coño había pasado?

Me levanté de la cama como un maldito cohete; al volver la mirada hacia la ventana pude apreciar los odiosos haces dorados del sol mañanero, colándose por las rendijas de la persiana para recordarme lo terriblemente tarde que era. ¡No faltaban más que quince minutos para las nueve!

Cogí el maldito teléfono y lo escudriñé para comprobar por qué cojones no había sonado a su hora. Espantado, me di cuenta de que la alarma continuaba programada, pero alguien la había parado.

Medio loco entre la ira y el horror, me vestí a trompicones y eché a correr al cuarto de baño para, al menos, lavarme la cara y quitarme las putas legañas.

De todas maneras iba a llegar tarde al hospital, y esa certeza estuvo a punto de hacerme llorar. ¿Cómo podía ser tan estúpido?

Al cabo de unos minutos salí de casa como un huracán, bajé rápidamente las escaleras y abandoné mi bloque de pisos a toda velocidad.

Mientras me metía en el coche y arrancaba para salir pitando hacia el hospital —ya que Nazaret no estaría en su casa— caí en la cuenta de que solo una persona podía haber parado la alarma de mi móvil, y esa persona era Ana. La muy hija de puta me había visto programarla y había esperado a que me durmiera para quitarla.

Un odio visceral se apoderó rápidamente de mí. Ana continuaba sospechando que yo la ocultaba algo, y de nuevo actuaba en consecuencia.

Me prometí, en ese mismo momento, que aquello tarde o temprano acabaría.     

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora