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El Arrayán era un pequeño pueblo situado a unos tres kilómetros al norte de la ciudad, apenas dos centenares de casas apiñadas unas con otras y medio perdidas entre bosques de ailantos. Unos kilómetros más allá se llegaba a la sierra, donde predominaban robles y pinos.

Eran pocas las veces que había visitado la zona, pero me constaba que era hermosa y salvaje, una especie de selva virgen que aún debía explorar.

De modo que Nazaret Alcázar vivía en El Arrayán. Bien, pues el caso es que me las ingenié para acudir a la cita que ella misma había fijado.

Se me ocurrió para ello decirle a Ana que esa tarde iba a quedar con un editor, al que había conocido fortuitamente por internet. Tomaríamos unas cervezas y charlaríamos sobre literatura.

Ya por entonces mis ganas de publicar alguna de mis novelas eran considerables, cosa que me sirvió para no desatar las sospechas de mi mujer.

Nada había de malo en ir a charlar un rato con un editor, ¿no es verdad?

Fue la propia Ana quien, intentando quitarme de encima la peste a fracaso que siempre arrastraba conmigo, eligió para mí la ropa que llevaría a la cita. Mientras ella buceaba impúdicamente en mi armario, yo luchaba por contener el sentimiento de culpa que poco a poco se adueñaba de mí. Ella lo hacía con su mejor intención, ignorando que estaba preparándome para visitar a otra mujer. Y yo no tenía más remedio que callarme y disimular. Todo podía irse al garete si abría la boca, o si incluso se le escapaba un simple comentario. Ana tenía una mente muy inquisitiva.

Triste y afortunadamente, la muy infeliz estaba tan contenta de que un editor se hubiera fijado en mi trabajo, que ni siquiera barajaba la posibilidad de que todo fuera una soberana mentira. Yo jamás la había engañado, de modo que debía de presuponer que en este caso tampoco lo hacía. Craso error el suyo.

Siempre he pensado que un escritor es un mentiroso redomado, un embustero acostumbrado a imaginar y a inventar lo que no existe. A mí imaginación no me faltaba, pero en cambio nunca había llegado a creer que tendría que engañar a mi mujer para alcanzar la felicidad.

Por otro lado, comprendía perfectamente cómo había llegado a esa situación. Yo estaba convencido de que Ana me idolatraba, que estaba dispuesta a seguirme hasta el fin del mundo si yo se lo pedía.

Sin embargo, en esos momentos no podía advertir que la adoración de mi mujer se debía a otra cosa, de la que hablaré más adelante.

Me vestí con lo que escogió y me eché un aftershave de Davidoff, el que más le gustaba a ella. Particularmente, yo prefería otro menos intenso, pero dejé que lo eligiese por la sencilla razón de que me daba igual.

Nazaret no sería tanfrívola como para preguntarme qué marca de aftershave llevaba encima. O eso esperaba.

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora