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No había ni una sola parte del cuerpo de Nazaret Alcázar que no me gustase. Por más que la miraba, no veía en ella ninguna clase de defecto. A mis ojos era tan perfecta como la mejor de las esculturas de Praxíteles.

Y era mía.

Dejé el Ravini en una mesa cerca de la ventana, me acerqué aún más y dejé que el simple deseo guiara mis manos. Mi mano izquierda se posó con dulzura sobre su muslo, de piel suave, cálida, cremosa. La otra se me fue a su vientre, que subía y bajaba al compás de una respiración cada vez más agitada y ronca; no tardaría en empezar a jadear. Notaba crecer su excitación a cada segundo, a cada latido.

Observé con verdadero deleite cómo Nazaret arqueaba ligeramente la espalda, tal vez con la intención de exponerse aún más a mí. Su pubis y sus labios vaginales, brillantes de humedad, quedaron expuestos a mis ojos de un modo obsceno. El corazón me latía desenfrenado bajo las costillas.

Quise preguntar en voz alta si estaba segura de que era eso lo que realmente deseaba, pero un solo vistazo a su semblante me bastó para estarme calladito.

Nunca antes había visto en una mujer tal expresión de deseo. Su cuerpo, sus ojos, su boca, su ser al completo pedía a gritos un buen polvo. Nazaret Alcázar necesitaba sexo con tanta urgencia como yo.

No dudé en atender su silencioso ruego. Acerqué mi boca a la suya y la besé con avidez, posesivamente. Aquel beso era un grito de victoria, una demostración de la conquista que había hecho. Nazaret estaba decidida a dejarse vencer, y no iba a perder la oportunidad que me brindaba.

Yo acababa de alcanzar las puertas del cielo, y ansiaba traspasarlas. A cualquier precio.

En un súbito arrebato de insensatez se me ocurrió la idea de acercar la punta de mi sexo a su pubis. Anhelaba que me sintiese sobre su piel suave, que se enterase de que mi deseo me desbordaba por dentro. Y ante todo anhelaba que supiese lo mucho que la necesitaba. En todos los aspectos, la necesitaba mucho más de lo que era capaz de controlar.

Cuando la miré a los ojos me pareció poder comprender qué era lo que quería decirme con la mirada: «Te deseo, aquí y ahora. Házmelo ya. Te necesito dentro de mí.»

Y no estaba equivocado.

Obedeciendo a lo que me decía el instinto, me así la polla y se la froté lentamente por los labios vaginales, muy despacio para que me notase en profundidad, intensamente.

Nazaret exhaló un gemido seco, silbante, arrebatador. Echó la cabeza hacia atrás y, cerrando los ojos, se colocó de tal manera que yo solo tenía que empujar para penetrarla. Estaba lista, y yo también.

Dios, podía derramarme allí mismo sin haber entrado en ella. «Contrólate, imbécil.»

Entré insoportablemente despacio, queriendo prolongar su agonía aún un poco más, hasta que llegué al mismo fondo. Creí que estallaría de placer.

El ritmo de mis embestidas se incrementó, y los cortos gemidos de Nazaret se convirtieron en una serie de gritos entrecortados, enloquecedores.

Y por fin me di cuenta de algo vital: estábamos haciendo el amor.     

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora