No sabría decir con exactitud si estaba más excitado o más nervioso. Ya no solo se trataba del tipo gordo de la camiseta de AC/CD, sino de los otros clientes de la librería. Un número indeterminado de ojos nos observaban. Una cincuentona de aspecto apolillado nos arrojaba miradas de reproche desde el arco azul, y una escandalizada joven que parecía del Opus Dei se abanicaba un poco más allá. Los hombres eran quienes de verdad disfrutaban del espectáculo: un muchacho con aire de universitario, un señor jubilado y, por supuesto, el orondo fan de AC/CD. Todos ellos nos miraban sonriendo abiertamente, quizás esperando ver más.
Nazaret estaba dispuesta a tensar aún más la cuerda. Sus ojos gatunos se clavaron en los míos; sus brazos suaves y tiernos rodearon mi cuello; sus labios, ni finos ni gruesos, buscaron ardorosamente mi boca. Me besó con lascivia, sedienta de mí.
El cuerpo se me transformó en gelatina y el corazón me empezó a escalar por la tráquea, hasta instalarse en mi gaznate. ¿Qué clase de mujer era Nazaret, que con tanta facilidad me hacía perder la cabeza?
Mis manos se adhirieron a su cintura como si estuvieran imantadas. Le acaricié los costados, la espalda, la carne redonda de su culo. ¡Dios mío, qué culo tenía!
Claro que yo tampoco iba a comportarme como un santo, ¿no?
Cerré los ojos y me concentré en el beso. Ella tenía que saber cuánto me excitaba, lo dura que se me había puesto la polla, lo diestro que podía ser en las artes amatorias. Necesitaba demostrar que era el amante perfecto para ella. Yo era su hombre.
Mi lengua buscó la suya y ambas juguetearon, a caballo entre una boca y otra. Observé su expresión placentera, la que podría tener un sumiller de alto standing suelto en la mejor de las bodegas de vino. Después agucé el oído, tratando de ignorar el martilleo desenfrenado de mi corazón. Nazaret tenía la respiración agitada, y cada poco tiempo emitía cortos jadeos. Estaba disfrutando como una loca, y yo como un pervertido.
En un arrebato impulsivo, de puro instinto, la cogí de las caderas y la apreté contra mi entrepierna. No me había masturbado, pero no hacía falta: en cualquier momento me correría en los calzoncillos.
Solté un gemido de éxtasis que llamó la atención de la gente. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué coño estábamos haciendo? ¡Aquello no podía estar bien!
Nazaret debió de percibir la tremenda apretura de mis pantalones. Se separó unos centímetros de mí y me miró fijamente; no parecía sorprendida, sino más bien satisfecha, enormemente complacida. Su mirada solo podía decir una cosa: «Te he conquistado. Eres mío.»
Su mano izquierda paseó sobre mi torso, que subía y bajaba, jadeante; se detuvo entonces sobre mi vientre y de ahí bajó a mis pantalones. Noté cómo me apretaba la polla con sus hábiles dedos. Sabía cómo hacerlo. El placer se volvió intensísimo.
Estuve a punto de eyacular allí mismo. Me imaginé a mí mismo cogiéndola en volandas, desnudándola rápidamente y follándola como un salvaje, a la vista de todos.
Sin embargo, la voz impertinente de la dueña de la librería nos sacó del éxtasis.
—Por favor, ¿les importaría marcharse? Esto no es un puticlub.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...