Estuve hablando con ella hasta bien tarde; serían más de las tres de la madrugada cuando decidimos irnos a dormir. A la mañana siguiente yo trabajaba en la residencia y, francamente, estaba que me caía de sueño. Además ya me había hartado de esperar a la irresponsable de mi mujer. «Que vuelva a casa cuando le salga del mismísimo coño.»
Me despedí de Nazaret con la tristeza habitual. Cuando apagué el teléfono móvil sentí un desagradable sobrecogimiento: volvía a estar solo. Nazaret estaría en su casa, también sola, poniéndose su bonito camisón de flores estampadas y escuchando, probablemente, alguna música maravillosa, tal vez de Giovanni Pierluigi da Palestrina, de fray Hernando de Talavera, de Anúna o de Libera.
La imaginaba allí, descalza y con los cabellos revueltos, como siempre, bostezando con expresión adormilada y contemplando amorosa las plantas de su invernadero antes de irse a la cama. Un leve gesto de preocupación ensombrecería su rostro, puesto que aún no sabíamos nada de los resultados de las pruebas del corazón. Los del hospital seguían callados, y su mutismo nos perturbaba. ¿Hacernos esperar tanto era buena o mala señal? ¿Habrían detectado alguna anomalía en el funcionamiento del corazón? ¿O aquella demora era usual?
Nazaret, también como siempre, se había mostrado prudente pero optimista; a través del móvil su voz había sonado dulce y serena.
Después habíamos hablado sobre lo que le diría a mi mujer cuando por fin se dignara a aparecer.
Continuaba extraordinariamente irritado con ella, que no dolido; no podía sentirme traicionado por una razón muy simple: mi corazón ahora estaba en otro sitio. Mis pensamientos volaban lejos de allí, huyendo de Ana y de lo que tenía que ver con nuestra vida en común. La palabra traición era demasiado seria como para tenerla en consideración.
Ahora bien, que el engaño de mi mujer no me doliera demasiado no significaba que tuviese que pasarlo por alto. No tenía pensado hacerlo, de ninguna de las maneras.
Ana tendría que pagar cara la mentira que había intentado hacerme tragar.
Apagué todas las luces de la casa y llegué a nuestra habitación, toda ella decorada en tonos violáceos y pasteles. Ana había elegido aquel espanto de edredón y de cortinas sin consultarme, hacía ya unos años. Como todo lo de la casa.
Dios, yo no había sido más que un maldito pelele, una especie de ridícula marioneta con el que Ana, Mateo y todos los demás habían estado jugando a su antojo. Cada vez me resultaba más evidente y al mismo tiempo más turbador.
Durante aquellos años, que no eran muchos, Ana me había secuestrado el cuerpo, el alma, la libertad de pensamiento y de emoción. Me había privado de la capacidad de sentir los propios sentimientos, dejándome vacío por dentro.
Me metí en la cama rumiando todas estas certezas y notando que la bilis burbujeaba en mis tripas.
El cansancio hizo presa de mí después de un rato y acabé durmiéndome como un tronco.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...