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¿Qué más podía pedirle a la vida? Cierto era que a partir de ese momento tendría que ocuparme de Ana mucho más que antes, y del bebé cuando naciera. Mi mujer me había hecho una gran putada quedándose embarazada a traición, pero claro estaba que yo apechugaría con las consecuencias de mi falta de reflexión.

A fin de cuentas no estaba embarazada por la gracia de Dios: había sido yo el que la había follado aquel día. Los dos éramos responsables de lo que había ocurrido y de lo que iba a ocurrir.

Sin embargo, la jugada no le había salido del todo bien a mi mujer, ya que yo no pretendía dejar de hacer las cosas que hacía por cuidarla a ella. Y desde luego, para mi regocijo, Nazaret no iba a romper conmigo. Para ella pocas cosas habían cambiado. De modo que la única novedad consistía en que pronto habría una boca más que alimentar. Y nada más.

De alguna forma, Nazaret había intuido que yo no iba a ser capaz de abandonar a mi esposa, bien por alguna circunstancia contraria o bien por mi propia cobardía.

Ignoraba si se sentía decepcionada conmigo o no, pero la muy perra ponía un especial cuidado en no demostrarlo. Como ella misma decía, y no sin cierta razón, ponía su corazón a buen recaudo; ni siquiera yo podía alcanzarlo cuando de verdad se proponía esconderlo. Y aquella era una de esas ocasiones en que no sabía lo que sentía ni lo que pensaba.

En muchos aspectos Nazaret Alcázar continuaba siendo para mí un gran misterio. Se asemejaba a un enorme palacio lleno de pasillos laberínticos y cámaras que no sabía que podían existir. En mi corazón anhelaba fervientemente recorrer cada una de sus galerías, de sus habitaciones, de sus salas, pero temía que eso iba a ser imposible.

Yo quería ser el único dueño de aquel palacio, hacerme con todos sus rincones y recovecos, pero sería una tarea extraordinariamente difícil; había secretos en Nazaret que nunca podría desentrañar. Ella no me lo permitiría jamás.

—¿Cuándo vas a llamar a ese hombre, a Miguel Calasanz? —preguntó Ana uno de aquellos días posteriores a la Navidad. Era enero, un enero de lluvias torrenciales y vientos huracanados.

—Cuando sepa qué decirle —gruñí—. Mi amigo el editor me dejó el papel en la librería para que le llamara, pero todavía no sé cómo presentarme.

—¿Te da vergüenza?

Desvié la mirada hacia ella con gesto de acritud. Ana sabía que yo continuaba enfadado con ella, y trataba de congraciarse conmigo de mil maneras.

—No, no me da vergüenza —musité de mala gana—. Es solo que debo pensar cómo abordarle sin parecer ansioso. Quiero aprovechar bien la oportunidad que se me ofrece.

—Ya sabes que puedes contar conmigo para lo que necesites, cariño. De verdad.    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora