Me faltó tiempo para saltar de la silla y salir disparado hacia allí. Cogí el papel como si me fuera la vida en ello. Mis dedos lo palparon, lo acariciaron, lo exprimieron hasta emborronar ligeramente la tinta.
Necesitaba algo que me consolara, que me librara del pesar que había caído sobre mis ánimos. El papel solo era un placebo, pero ¡bendito placebo!
Contemplé la ya conocida letra sesgada de la mujer, una letra muy poco común. En esta ocasión los versos que encontré fueron no de Bartolomé Mostaza, sino de un tal Francisco de Figueroa, nacido en el año 1536 y fallecido, probablemente, en 1617.
Y los versos decían así:
Alza los ojos a mi voz, turbada,
y, mirando los míos, segura y leda,
sin moverlos, a mí se llega, y queda
de mi cuello colgada,
y así está un poco embebecida; y luego
con amoroso fuego,
blandamente me toca,
y bebe las palabras de mi boca.
Aquello era adrede por fuerza, ya no me quedaba ninguna duda. La mujer de los libros era perfectamente consciente de que yo la espiaba, y además quería que lo supiera. ¿Qué otro motivo podía tener para dejar aquellos papelitos allí? ¿Es que se los dejaba a otra persona?
Era posible, pero altamente improbable. Aquella joven no parecía una persona demasiado extrovertida, más bien todo lo contrario; cualquier otra chica, pensé, ya se habría acercado a mí y me habría puesto a parir por mis miraditas famélicas. Incluso para mí empezaba a ser excesivo.
Volví a mi silla con una extraña mezcla de sentimientos bullendo en mi interior. La casi absoluta certeza de haber perdido a Nazaret Alcázar me llenaba de pena, una pena que, si analizaba bien las circunstancias, no tenía ningún sentido, ninguna explicación. No sabía quién era ni sabía cómo era su aspecto. No era más que un montoncito de palabras en un chat.
Sin embargo, el dolor resultaba muy real.
Por otro lado, el misterio que me planteaba la mujer de los libros suscitaba en mí una gran curiosidad. Era evidente que se había establecido entre nosotros una conexión sin apenas palabras. Una conexión de miradas. Los versos estaban ahí como prueba de ello.
Aquel juego me consolaba. A fin de cuentas, de Nazaret Alcázar no tenía gran cosa; más aún, no tenía nada. No conocía su rostro ni había oído nunca su voz. No sabía cómo se movía ni cómo era su día a día. Solo tenía palabras, vacuas palabras en un chat de pacotilla.
Nazaret no era nadie.
Leí nuevamente el papelito, aquel regalo diminuto que se me había hecho sin una razón clara. Eran unos versos muy hermosos, y desde luego hablaban de nosotros. Por mucho que me escociera, la joven era más real que Nazaret. Tenía un pelo áspero, rebelde, digno de una amazona, una cara muy linda y un cuerpo bonito, y seguro que era inteligente y cariñosa.
Y yo debía aferrarme a la realidad, no a una fantasía.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...