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Piénsalo bien —repuso ella—. Solo he dicho lo que tú también crees.

No sé por qué diantres volví a mirar el reloj. Las ocho menos cuarto. ¿Por qué me daba la impresión de que se nos estaba acabando el tiempo?

Sí, pero no deja de ser sorprendente.

Otro momento de inactividad. El chat de A.O.L. era lento e ineficaz. Bien podía poner nervioso al más templado.

Sin embargo, a Nazaret debía estar ocurriéndole algo. Quizá alguien la estuviera entreteniendo.

¿Ocurre algo? —pregunté, pero de inmediato supe que me había precipitado. No podía ni debía impacientarme. Ella me malinterpretaría y saldría huyendo, si bien no tenía pinta de ser de las que se asustaran con facilidad.

Tomé aire y lo solté en un resoplido. Me estiré sobre la butaca y mi espalda crujió, dolorida. Demasiado tiempo sentado en la misma posición.

Tengo que marcharme ya —me escribió al cabo de un par de minutos que me resultaron agónicos. La paciencia nunca ha sido una de mis virtudes, y menos cuando alguna clase de deseo se apoderaba de mí, como era el caso.

¿Cuándo podremos volver a hablar? —escribí atropelladamente.

Un frío extraño me puso la carne de gallina. Nazaret se marchaba y yo iba a quedarme otra vez solo. Me aterrorizaba la idea de vérmelas de nuevo con mi propia amargura.

—Mañana, supongo.

—¿A qué hora?

—No lo sé.

Me retorcí con nerviosismo las manos, desolado. ¡No podía esperar al día siguiente!

Estaré por aquí cuando te conectes, ¿de acuerdo? —tecleé.

Me notaba las yemas de los dedos en carne viva, casi tanto como el corazón. Sí, asombrosamente tenía el corazón en carne viva. Abierto de par en par.

No quiero que me esperes —contestó Nazaret—. Cuando pueda conectarme al chat te escribiré.

—Está bien —accedí, resignado.

Pero yo estaba más que dispuesto a pasarme horas y horas esperándola, vigilando el chat hasta que apareciera; estaba dispuesto a vivir con ella a través de las palabras.

Daba igual cuánto tuviera que esperar. Me dije a mí mismo que me tomaría todo el tiempo del mundo para conocerla en profundidad. Algo me decía que iba a merecer la pena el esfuerzo.

Hasta mañana entonces, Lavery.

—Hasta mañana, Nazaret.

Unos instantes después su nombre desapareció del chat. Un silencio de ultratumba inundó mi estudio y mi ser al completo.

El reloj de la pared marcó las ocho en punto.    

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora