Al día siguiente continué sin tener noticia alguna de Nazaret Alcázar. Sencillamente no se conectaba al chat de AOLine; era como si se la hubiese tragado la tierra.
No había nada que me horrorizara tanto como el mutismo, en especial el mutismo continuado de las personas que me interesaban. No dejaba de preguntarme mil cosas, como, por ejemplo, si Nazaret querría volver a hablar conmigo, o si, en el caso de hacerlo, me mandaría a tomar por culo o se disculparía. En el fondo de mi alma guardaba la no del todo ética esperanza de ver a Nazaret pidiéndome perdón, sumisa, contrita, pero sabía que eso jamás sucedería. Jamás. Apenas la conocía, pero estaba seguro de que no era de las que pedían perdón, al menos no con frecuencia. Nazaret era una mujer orgullosa. No se arrepentiría con facilidad.
Me dije que tal vez por eso no quisiera responder a mi mensaje por el momento. Deseaba creer que era eso lo que ocurría, y no otra cosa peor.
Me espantaba la posibilidad de haberla perdido para siempre.
Volver al trabajo esa mañana me ayudó a olvidar un poco la tristeza que había sentido durante las últimas horas. Ocupé la mente con las monsergas del subteniente Molinero, con las impertinencias de Mateo y con las burlas de Alonso. Todo ello me servía para atenuar el dolor que sentía por dentro.
Al llegar a casa, agotado como de costumbre, me encontré con que Ana estaba de un humor de perros. Su hermana la había llamado para quejarse otra vez por el comportamiento del búlgaro, y lógicamente la había sacado de sus casillas. Por tanto tenía que ser yo quien pagase los platos rotos. Mi mujer no se quedaría tranquila hasta que no me pusiera la cabeza como un bombo, cosa que, curiosamente, no terminó ocurriendo.
La historia del inmenso búlgaro me entró por un oído y me salió por el otro. Ana tenía un tono de voz insufrible cuando algo la indignaba, en especial todo lo que tenía que ver con su hermana y con sus nuevos novios, cada cual más déspota que el anterior. El búlgaro se llevaba la palma.
Durante un buen rato —un rato que se me antojó interminable—, Ana estuvo taladrándome el cerebro con todo tipo de detalles estúpidos sobre su hermana y el búlgaro, sobre el niño insoportable al que no conseguían controlar, y sobre las idioteces que decía Mateo cada vez que iba a comer o a merendar con ellos. Fingía escucharla y a la vez respondía a sus palabras con monosílabos. No me quedaba otra.
No me cabía duda de que mi familia política estaba hecha de individuos psicológicamente perturbados. Ana podía considerarse la más normal, pero tampoco demasiado.
A punto estaba de perder la paciencia y decirle a mi mujer que cerrara la boca, cuando noté un zumbido en el bolsillo del pantalón. Mi móvil había vibrado. Una notificación.
Saqué el móvil y miré como sin ganas. Era un mensaje de Nazaret. El corazón se me subió al gaznate.
No voy a disculparme por lo que he hecho usando un chat de mierda. No es mi estilo. Si quieres y puedes, ven mañana al 111 de la calle Oidor, en El Arrayán. Te espero aquí a las 19:00.
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Los renacidos
RomanceLázaro Montoya está harto del mundo, de su mujer y sobre todo de sí mismo. A sus treinta y ocho años cumplidos, Lázaro siente que su existencia es absurda; se ve como un perdedor, un miserable que malgasta el tiempo haciendo lo que no desea, trabaja...