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No sabría decir con exactitud qué era lo que me llamaba la atención de ella. Racionalmente la veía como todas las demás mujeres de su edad. Y aun así... Maldita sea, aun así...

Llevaba unas botas altas de cuero ocre, unos pantalones vaqueros bien ajustados a sus bonitas piernas, un grueso jersey de punto color blanco níveo y, sobre los hombros, un abrigo largo de pana verde musgo. Se protegía el cuello con una bufanda color jade pálido y colgaba de su hombro un bolso negro.

En apariencia no era más que una mujer joven como otra cualquiera, yendo de paseo por la feria del libro como podría hacerlo por un centro comercial o un supermercado de barrio.

Solo que yo presentía en ella más. Muchísimo más. ¿Es que nadie se daba cuenta? ¿Acaso estaban todos ciegos?

En aquel momento me sentí un privilegiado. Nadie más que yo se percataba de que Nazaret Alcázar era una mujer única.

Cuando me descubrió allí plantado como un jodido Tancredo se acercó a mí ensanchando la sonrisa.

—Hace frío, ¿verdad? —comentó frívolamente, frotándose las enguantadas manos.

—Ahora ya no tanto —respondí, completamente embobado, mirándola como miraría un dulce de crema.

—Recuerda que fuera de mi casa no somos más que amigos —me recalcó Nazaret, si bien la sonrisa no desaparecía de sus labios.

Por mucho que me incordiara, tenía que asumir que allí no estábamos solos, sino rodeados de una muchedumbre en apariencia desconocida entre la que, sin embargo, podía encontrarse alguien.

Y conociendo mi suerte era muy probable que así fuera.

De cara a la gente no teníamos más remedio que comportarnos como dos amigos que han quedado para comprar libros y tomar unas cervezas. Malditas apariencias.

A pesar de todo, yo estaba contento. Ver a Nazaret fuera de su casa y haciendo algo tan normal como visitar una feria me hacía sentir bien. Ella me parecía un ser de otro mundo, pero en realidad no lo era; se trataba de una mujer especial que, tal vez sin pretenderlo, me estaba volviendo especial también a mí.

En mi interior notaba que algo estaba cambiando. De algún modo había encontrado mi propio camino, y eso se lo debía a Nazaret Alcázar.

Comenzamos a pasear por la feria del libro sin atrevernos a cogernos de la mano; cualquiera podía pensar que éramos pareja.

Nos detuvimos en varios stands y, pasado un buen rato de paseo y búsqueda, nos fue imposible resistir la tentación: Nazaret compró una cautivadora trilogía de highlanders medievales y varias antologías de poesía, mientras que yo me hice con una vetusta edición de las Narraciones extraordinarias de Edgar Allan Poe y Las desventuras del joven Werther, de Goethe, una pequeña obrita que estaba deseando adquirir.

Cuando terminamos, nos dirigimos al bar que se encontraba en la plaza. Al entrar no pude resistirme más: cogí a Nazaret de la mano y la guié hasta la barra. 

Los renacidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora